La pizarra de Yuri: septiembre 2009

domingo, 27 de septiembre de 2009

Conspiraciones y conspiranoias

Que yo sea un paranoico no quiere decir que no me persigan.
Pero lo más corriente es que no me persigan y esté simplemente chalado.

Estrictamente, podríamos hablar de conspiración cada vez que dos o más personas se organizan en secreto para alcanzar un fin más o menos oculto que beneficiará a ambas de una forma u otra. Por ejemplo, yo podría ofrecer dinero a una conocida para convencer a la chica que me guste de que su novio le pone los cuernos, con el propósito de romper la pareja y de esa forma tener mi oportunidad con ella. Este sencillo contubernio es, sin duda, una conspiración donde se beneficia mi conocida (que cobra su dinero) y yo mismo (que he tenido mi oportunidad amorosa).

Cuando los promotores de la conspiración son estados o grandes grupos de poder político o económico, con el propósito de fomentar grandes cambios históricos que les favorezcan, la cuestión adquiere un carácter más siniestro. El abuso de la razón de estado al que son tan aficionadas las gentes poderosas invita a esperar lo peor de tales acciones, aunque en ocasiones sus organizadores hayan podido pensar que era lo mejor para todos. Una de las conspiraciones más antiguas que recuerda la historia es la de los liberatores, aristócratas que prepararon el asesinato de Julio César en los idus de marzo del año 65 aC, con el propósito fallido de impedir que la República Romana se convirtiera en Imperio Romano.

Desde entonces, hemos tenido muchas. El último siglo y pico no pasó sin su dosis correspondiente, desde los intentos del gobierno francés por ocultar el Caso Dreyfus denunciado por Émile Zola, hasta la operación GLADIO para el control ilegal de las democracias occidentales, que nadie sabe si sigue activa o no. Entre una y otra hay algunas notables, como la Operación Himmler en Gleiwitz para justificar la invasión nazi de Polonia al día siguiente y dar así comienzo a la II Guerra Mundial, hasta la Operación Cóndor que provocó y sostuvo numerosos golpes militares ultraderechistas en Latinoamérica favorables a los Estados Unidos. Otras conspiraciones conocidas en este periodo fueron la Operación Mockingbird de la CIA para corromper periodistas entre 1948 y 1976, el extraño programa de experimentos médicos y psiquiátricos MK ULTRA de esta misma organización para desarrollar técnicas de control mental más o menos delirantes, la Operación Ajax para derrocar al presidente democráticamente elegido de Irán y poner en su lugar al Sha o el Caso Irán-Contras durante la presidencia de Ronald Reagan.

En tiempos recientes pudimos ver conspiraciones en acción durante la estrategia de la Administración Bush para convencer al mundo de que el Iraq de Saddam tenía armas de destrucción masiva. Con un antecedente digno de mención: el falso testimonio de la presunta enfermera Nayirah antes de la I Guerra del Golfo. Nayirah revolvió al mundo contando con la frescura y sinceridad de sus quince años las atrocidades cometidas por las tropas iraquíes al invadir Kuwait, que incluían el robo de incubadoras dejando morir a los bebés sobre el frío suelo. Resultó que Nariyah no era enfermera, sino hija del Embajador de Kuwait en los Estados Unidos, y su historia una falsedad creada por la empresa de relaciones públicas Hill & Knowlton. Algo que debería haber avisado a muchos ante los sucesos de 2003.

En el mundo, pues, han existido, existen y existirán muchas conspiraciones. Sin embargo, de forma paralela, han venido surgiendo también lo que denominamos conspiranoias, contracción jocosa de conspiración y paranoia. Las conspiranoias –también llamadas teorías conspirativas o alternativas, con absoluto desprecio al significado real de la palabra teoría– son conjuntos de conjeturas irracionales que ven poderosas conspiraciones detrás de determinados sucesos políticos, sociales o económicos muy populares.

La conspiranoia está profundamente relacionada con la leyenda popular, y específicamente con el tipo contemporáneo de leyenda popular que denominamos leyenda urbana. Sin embargo, su desarrollo como fenómeno mediático y de masas comenzó con una conspiración en sí misma: los Protocolos de los Sabios de Sión. En apariencia, esta obra contendría las actas de una serie de reuniones secretas mantenidas por dirigentes judíos y masónicos para conquistar el mundo e imponer en él un régimen perverso. Utiliza un sospechoso lenguaje autoinculpatorio –nadie escribe así de sí mismo y sus intenciones– y el texto está plagado de generalizaciones, lugares comunes y simplezas. Pero los Protocolos calaron profundamente en el tradicional antisemitismo europeo, y millones de personas se los tragaron a pies juntillas –algunos siguen haciéndolo– pues básicamente sólo “confirmaban” por boca supuesta de judíos y masones lo que millones de crédulos ya pensaban de ellos.

Hoy en día sabemos que los Protocolos de los Sabios de Sión son en gran medida un plagio de una obra precedente del autor satírico decimonónico Maurice Joly, publicados en un diario de San Petersburgo en 1903 por el editor ultraderechista, racista y antisemita Pavel Krushevan. Krushevan había participado en varios pogromos –cacerías, apaleamientos y asesinatos de judíos rusos– y sentía un odio visceral por la estirpe de los hebreos y el progresismo político que caracterizaba a muchos de sus representantes, así como a los masones de su tiempo. Los Protocolos fueron un éxito instantáneo, pues venían a confirmar –falsamente– los miedos y sospechas de millones de personas incapaces de entender la enormidad de los cambios políticos y sociales de los siglos XVIII, XIX y XX. La Okhrana (policía política zarista) los utilizó extensivamente para tratar de convencer al pueblo y al Zar de que los afanes para la democratización de Rusia eran en realidad una conspiración judeomasónica. La revolución bolchevique de 1917 barrió todo ello, pero para entonces los Protocolos habían llegado a Europa Occidental, y tuvieron un papel fundamental en el antisemitismo de los regímenes nazifascistas que surgirían a continuación. Ninguno de todos ellos quisieron observar las similitudes con los libelos de sangre tan corrientes en Europa desde la Edad Media.

Sobre los Protocolos y otras simulaciones parecidas, los nazis constituyeron el mito de la cuchillada en la espalda (dolchstoßlegende). Según esta leyenda, todos los no-nazis de Alemania formaban parte de una conspiración antipatriótica cuyos objetivos eran desmembrar y aniquilar al país y sus fuerzas armadas para ponerlo en manos de judíos, masones y comunistas. Según los nazis, habrían sido estos individuos los artífices de la derrota en la I Guerra Mundial, del separatismo bávaro, de la disolución de la identidad cultural alemana, de la crisis económica que azotaba al país y, en general, de la sequía y también de las inundaciones. Los nazis eran los únicos que amaban a Alemania; todo el que no estuviera con ellos, es porque quería destruir la nación. Similar discurso usaron sus aliados Franco, Mussolini o Hiro-Hito. Con nosotros quien quiera, contra nosotros quien pueda. Y todo eso. No resulta difícil observar delirios análogos en muchos personajes de la actualidad. Más curioso resulta constatar que la primera gran conspiranoia de la era moderna constituyó una conspiración en sí misma, destinada a destruir a los mismos que pretendía simular. Quizá sea verdad eso que dicen de que el conspiranoico no hace sino proyectar sus sueños más ocultos, lo que haría él si tuviera el poder.

Raíces psico-sociales de la conspiranoia.

El éxito de una conspiranoia depende de varios factores. El primero, y fundamental, lo comparte con las leyendas urbanas: tiende a reafirmar radicalmente los prejuicios, preferencias y sospechas del lector o espectador. Las personas que tienen una pobre opinión de los Estados Unidos o su sistema político y económico, por ejemplo, son más proclives a tragarse las conjeturas conspirativas que los dejan en mal lugar: las historias sobre el 11-S, el alunizaje de 1969, etcétera. Esto incluye a un buen número de norteamericanos. Por su parte, los partidarios de este sistema tienden a tragarse también cualquier conspiranoia que degrade a sus oponentes: aceptan sin crítica alguna cualquier relato que presente con una luz negativa a la URSS o al comunismo, al ecologismo, y en los últimos tiempos al Islam, sin importar lo delirante que sea. Lo mismo cabe decir de los islámicos con toda leyenda sobre Israel o los Estados Unidos. Y un largo etcétera.

En España, vemos claramente cómo las personas de izquierda suelen recoger sin análisis las conspiranoias sobre el intento de golpe de estado del 23-F, mientras que las de derecha hacen lo propio con las supuestas tramas tras los atentados del 11-M o las advertencias frente al calentamiento global. En general, a todo el mundo le encantan los cuentos que vienen a reforzar su visión del mundo, dejando definitivamente claras las cosas. Como si fuera posible tal cosa.

Pero el éxito de las conspiranoias no se puede entender sin otro factor esencial: la ignorancia. Todas las conspiranoias se sustentan en una incomprensión esencial de los grandes procesos políticos, económicos, tecnológicos y sociales que transforman a las sociedades, simplificándolos en la acción de un enemigo interesado. Todas las conspiranoias ofrecen una visión simplista y fácilmente comprensible de la realidad y sus transformaciones, acorde a los propios prejuicios y miedos. En su atrocidad, resultan confortables, pues no obligan a la ardua tarea de cambiar de forma de pensar e incluso vivir: todo es cosa de las acciones de ellos –los malvados– y nosotros –los buenos– somos sus víctimas y haremos bien en mantenernos fieles a nuestra visión del mundo. Toda conspiranoia no es más que una historia de buenos buenísimos y malos malísimos, sin matices, tonos de gris ni incómodos cuestionamientos.

Este carácter simplón de las conspiranoias se evidencia claramente en la naturaleza de los temas que tratan: hechos muy visibles, muy populares, incluso televisivos. Al concentrarse en el estudio más o menos enloquecido del hecho en sí, omiten los procesos a gran escala en los que se incardina, y cuando surge la necesidad de explicarlos recurren sistemáticamente –de nuevo– a la acción de los malos: los Illuminati, el Nuevo Orden Mundial, los judíos, los marxistas, los masones... cualquier cosa, menos entender la evolución de la historia a gran escala.

Así, la conspiranoia adquiere caracteres de pensamiento circular: se justifica y explica a sí misma mediante el uso de comodines comunes. Con el tiempo, se ha venido a crear lo que llaman fusión paranoica: conspiranoicos de todos los pelajes recurren a los mismos comodines simplones para dar explicación a las razones profundas de todos estos sucesos. Todo lo que ocurre en el mundo pasa a ser una conspiración a gran escala de sus malos favoritos, en una especie de Matrix creado a la medida de cada cual.

Sin embargo, precisamente por su simplismo y esencial falsedad, las conspiranoias rara vez son capaces de articular aspectos sustanciales –incluso obvios– de la realidad que pretenden estudiar. A quienes no creen que los norteamericanos llegaran a la Luna les resulta imposible explicar por qué la Luna está llena de objetos dejados allí por las distintas expediciones, por qué los soviéticos –que controlaban estrechamente esos vuelos por radar y radiogoniometría– no pusieron el grito en el cielo, o por qué hay cientos de muestras de rocas lunares que si fueran falsas se delatarían con sencillos análisis geológicos. Aquellos que piensan que las políticas contra el calentamiento global son una estafa de científicos y ecologistas para meterles la mano en sus honrados bolsillos de clase media no logran cuadrar sus conjeturas con los datos obvios de cambio climático registrados por centenares de instrumentos en la Tierra y en el espacio. Y así con todo.

Entonces, las conspiranoias se concentran en los árboles para no ver el bosque; con frecuencia, mediante un obsesivo detallismo en aquellos aspectos menos relevantes de los hechos objeto de estudio, a veces impresionantes por su grado de minuciosidad. Estos puntillosos análisis, con frecuencia salpimentados por la opinión de supuestos expertos a quienes en realidad nadie conoce, a veces pasan como profundidad a los ojos no avisados y contribuyen a aumentar los creyentes en la conspiranoia. Por este camino, tarde o temprano llegan al absurdo: por ejemplo, negar que hubiera aviones en los atentados del 11-S (a pesar de los cientos de miles de testigos que los observaron con sus propios ojos en los lugares más visibles de Nueva York y Washington DC, casi en hora punta).

A esas alturas, la conspiranoia ha adquirido ya características de verdad religiosa, que desafía a la razón en favor de su propia realidad alternativa y debe ser difundida al mundo mediante el proselitismo. Como nadie con una mínima seriedad les hace caso (y quienes pudieron tener dudas al respecto y apoyarles en un principio se retiran rápidamente ante tantas chaladuras), la Verdad se multiplica en YouTube y en los foros de Internet, reemplazando a las antiguas revistas y folletines. Cientos y miles de personas debaten ardientemente sobre cada minúsculo detalle que el conspiranoico de turno haya descubierto desde su sillón, autocomplaciéndose y reafirmándose, mientras la realidad simplemente sigue su propio camino. Unos caminos que cada vez entienden menos.

Por ello, estas personas –que se creen verdaderos resistentes ante poderes malignos, héroes de sofá– se vuelven extremadamente fáciles de manipular. Como ocurre, básicamente, con todas las víctimas de la ignorancia. Especialmente aquellas que, por tener quizás estudios o puede que alguna carrera, no saben que son ignorantes.

Política y economía de las conspiranoias.

Lo que muchos conspiranoicos no saben es que en realidad le hacen el caldo gordo a gentes que quizás no les caerían muy bien si llegaran a conocerlos.

Por un lado, las conspiranoias son un negocio multimillonario que beneficia a editores de periódicos y revistas, productoras de pseudodocumentales y páginas de Internet con píngües beneficios publicitarios. Esto, en sí, es malo pero quizá no atroz: cada uno se gana las habichuelas como puede. En el caso de algunas publicaciones norteamericanas, estas habichuelas ascienden a decenas de millones de dólares anuales.

Por otro lado, algunas religiones vienen apuntándose con éxito desde hace mucho al carro conspiranoico. Como ya hemos apuntado, religiones y conspiranoias comparten muchos puntos en común, y la conspiranoia ayuda a rellenar vacíos y contradicciones religiosas presentándolas como engaños de una trama oculta al servicio de cada demonio particular. Este es el caso de numerosos radicales islámicos –contra Estados Unidos e Israel– o cristianos –contra las políticas progresistas y lugares donde se les da pábulo ocasionalmente, como la ONU–.

Pero, por encima de todo, deja el campo abierto a políticos con pocos escrúpulos que ofrecen soluciones a los problemas planteados por la conspiranoia. El “conspiracismo” genera cabezas de turco fáciles de atacar o invisibilizar mediante meras transformaciones terminológicas, y justifica acciones políticas que de otro modo se considerarían irracionales o ampliamente impopulares. Estas acciones van desde reducir presupuesto para los estudios científicos sobre el medio ambiente hasta asignarlos a la enseñanza del diseño inteligente –creacionismo– en las escuelas.

Al político también le sirven los conspiranoicos para cerrar filas, pues le permite plantear los sucesos de la realidad de tal forma que nunca entren en contradicción o parezcan la consecuencia de lo que apoyaron anteriormente. Si todo es una gran manipulación de unos malvados actuando en secreto, nadie es responsable de nada. Además, refuerza el efecto de una mayoría noble –naturalmente: nosotros– bajo acoso de una minoría perversa –por supuesto: ellos–, lo que viene a justificar cualquier cosa en una realidad alternativa que sólo escucha a sus propios gurús y resulta inmune al discurso de la razón.

Puestos a conspiranoicos...

Si alguien me encargase diseñar una cortina de humo para ocultar hechos sustanciales de la realidad, lo primero que haría sería subir unos cuantos videos al YouTube echándole las culpas a los judíos, a los comunistas, a los masones o a los Illuminati. Alguno aparentemente racional, los demás lo más enloquecidos que sea posible, de tal modo que cualquier pregunta incómoda quede difuminada en la barahúnda de los chalados.

Y estoy seguro de que no soy el único al que se le ha ocurrido esta idea.

Aprendiendo a distinguir conspiración de conspiranoia.

Las conspiranoias tienen unos elementos comunes que facilitan su identificación a la persona mínimamente avisada. En general, todas presentan varias de las siguientes características:
  • El relato hace referencia a hechos muy conocidos, muy mediáticos, incluso espectaculares, que forman parte de la cultura popular.
  • El relato (que se suele plantear como un nosotros sólo hacemos preguntas, aunque es evidente que no quieren ninguna respuesta: ya las tienen todas) está compuesto de afirmaciones que no se pueden demostrar. Ni falta que les hace.
  • El relato es una historia hollywoodiense de buenos muy buenos e inocentes y malos muy malos capaces de cualquier cosa y provistos de una osadía extrema.
  • Mucho antes de que la conspiranoia esté totalmente elaborada, los buenos y los malos ya han sido determinados y todo el resto de sus análisis está encaminado a demostrarlo. Siempre empieza con el quién y por qué, y luego elabora el cómo.
  • Hace falta la participación activa de una cantidad de gente enorme y diversa para que el relato conspiranoico se sostenga. Con frecuencia, requiere de la cooperación y el silencio de miles o millones de personas con intereses dispares e incluso contrapuestos, cosa que en la realidad nunca se da.
  • El relato tiende a validar los prejuicios, miedos y sospechas de sectores sociales fácilmente identificables, normalmente a lo largo de líneas izquierda/derecha o similares, y típicamente los de la persona que te lo está contando. La conspiranoia no contiene ninguna idea incómoda para los buenos de la película. La mayoría vienen a constituir una dolchstoßlegende.
  • El relato es increíblemente exhaustivo en los detalles pero omite hechos sustanciales, el cuadro general y los condicionantes históricos: “concentrarse en los árboles para obviar el bosque”. Y en último término, es en extremo simplista, cómoda y conformista una vez separada la paja del grano.
  • A pesar de que supuestamente hay cientos de presuntos expertos a favor de la tesis conspiranoica, ninguno de ellos es realmente relevante en su campo de estudio. Resulta especialmente recurrente la apelación a “científicos” sin precisar su crédito y especialidad.
  • Detrás de la conspiranoia hay unos amos del mundo (o de España, o de donde sea) completamente secretistas, con intenciones extrañas; como si los poderosos necesitasen algo más que un teléfono (vale, encriptado) para ponerse de acuerdo. Las intenciones de los malos son extremadamente malas, mucho más allá de las habituales de alcanzar y mantener el dinero y el poder o disimular las meteduras de pata.
  • Cualquier debilidad del relato conspiranoico se justifica con otra conspiranoia aún más gorda, con apelaciones al “sentido común” o mediante simples afirmaciones ignorantes.
  • Si las autoridades relevantes ignoran a los conspiranoicos, están intentando ocultar los hechos. Si responden, es que están intentando defender “lo indefendible”.
  • El relato de la conspiranoia supone que los malos utilizan métodos extremadamente retorcidos, caros e ineficaces para alcanzar sus objetivos; y sin embargo, siempre tienen éxito, como si su plan fuese un mecanismo de relojería insensible a fallos y sorpresas comunes en toda actividad humana. Exactamente como en el guión de una película no muy buena.
Porque, en último término, las conspiranoias no dejan de ser una película que alguien se ha montado. Bastante mala, por cierto. Aunque, justo es reconocerlo, algunas de ellas son muy imaginativas y tienen la capacidad de confundir a millones de personas. Qué lástima.

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jueves, 24 de septiembre de 2009

Hijas de la Lluvia 04: Navíos Cósmicos en Regiones Mágicas

Capítulo anterior: Mundos al calor de otros soles
ne
(Fracción de los planetas de la galaxia que podrían albergar vida)


En el ámbito de las creencias, no es raro oír hablar de la energía como algo “superior” a la materia, tan mundana, corruptible y mortal. Las estanterías donde reposan los libros de autoayuda espiritual, pseudociencias varias y nuevas formas de fe están plagadas de seres de luz, energías sutiles y vibraciones positivas venciendo a lo material, que como bien se sabe es sucio, vulgar y pecaminoso. No hace falta poseer ningún grado de genialidad para constatar que sólo estamos ante una variante de la vieja moral religiosa, sustituyendo lo divino por lo energético, otorgando a la energía cualidades divinas y dejando a la materia en su lamentable lugar de siempre.

Bueno, pues va y resulta que es al revés.

La materia está constituida por inmensas cantidades de energía altamente estructurada. En realidad no hay nada “superior” ni “inferior” a otra cosa en el Universo, pero si hubiera que aceptar ese lenguaje, la materia se hallaría sin duda muchos órdenes de magnitud por encima de la energía. En uno solo de tus cabellos hay tanta energía concentrada como en la bomba de Hiroshima. Comparado contigo, un “ser de energía” en cualquiera de sus sabores sería tremendamente primitivo, aburrido y... poco energético. Algo tan complejo como la vida o la inteligencia ha de sustentarse por fuerza sobre elevadas concentraciones de energía exquisitamente organizada. O sea, sobre materia.

Para que un fenómeno así de sofisticado pueda nacer, desarrollarse y evolucionar, esta materia debe existir en unas condiciones más o menos estables. Si, por ejemplo, estuviera sometida a temperaturas tan elevadas que sus átomos no puedan mantenerse estructurados durante un cierto tiempo, cualquier intentona de vida se desparramará en breve plazo sin ocasión alguna para evolucionar. Si, por el contrario, el frío es tan extremo que estos mismos átomos permanecen estancados, ateridos, a duras penas capaces de combinarse con otros, tampoco parece fácil que algo tan complejo y ágil como la vida pueda desarrollarse. Lo mismo ocurrirá si la gravedad o la radiación son demasiado altas o demasiado bajas, pongamos por caso.

Es hora de que la hija de la lluvia con su cabeza llena de los pajaritos que le permitieron triunfar sobre el neandertal reprima su entusiasmo y ponga un poco los pies en el suelo. De todos esos soles y mundos y cosas maravillosas que ha encontrado en los cielos, la mayoría no sirven de hogar por un motivo u otro.

Así a lo bruto, podemos descontar de un plumazo todo lo que ande cerca del centro de la galaxia. Todo apunta a que el núcleo de la Vía Láctea es un agujero negro supermasivo; aunque sólo sea por el nombre y aún no sepas lo que es, ya te imaginarás que resulta un argumento muy carismático a la hora de descartar cualquier forma de vida en sus proximidades. Pero aunque esa bestia del averno no estuviera ahí en realidad, el centro de la galaxia es un lugar con una altísima concentración de estrellas, y eso significa altísimas concentraciones de radiactividad. Vivir cerca del núcleo galáctico se parece a vivir cerca de una bomba H explotando eternamente. Hay que venirse hacia las afueras, hacia los brazos de la galaxia, para que los índices de radiación caigan por debajo de unos niveles sensatos. Por el mismo motivo, los planetas que orbitan demasiado cerca de sus respectivos soles tampoco parecen un buen lugar donde alojarse. Particularmente cuando –al igual que ocurre entre la Luna y la Tierra– siempre muestran la misma cara a su estrella. Y esto ocurre con frecuencia cuando ambos están próximos, por debajo del llamado Radio de Acoplamiento de Marea. A Mercurio, por ejemplo, le pasa algo parecido.

Los grandes planetas tampoco resultan un vecindario deseable para nacer y evolucionar. Además de su elevada gravedad e inestabilidad meteorológica, retienen demasiado helio y sobre todo hidrógeno libre. El hidrógeno libre, sin combinar con otros átomos –como oxígeno, por ejemplo, formando agua–, es un potente corrosivo que se come todo lo que caiga en sus manos.

Y hablando de agua. Necesitamos un solvente. Algo que permita a los átomos y moléculas acercarse y alejarse entre si suavemente y con facilidad para formar los sofisticados componentes que exige la vida. El solvente más simple y universal es el agua líquida. Por eso la hija de la lluvia es hija de la lluvia. Por eso los científicos se excitan tanto cada vez que una de nuestras naves descubre agua –aunque sea hielo– en algún punto del sistema solar. Indica la posibilidad de que haya o haya habido vida. Necesitamos, pues, agua o algún solvente similar. A poder ser sin unas corrientes tan extremas que desarticulen las moléculas antes de que puedan organizarse en condiciones. A los amiguitos de la hija de la lluvia también les tiene que gustar el agua. O alguna cosa parecida.

La órbita del cuerpo donde vaya a aparecer vida debe ser lo más circular posible con respecto a su sol, o soles. De lo contrario, habrá periodos del año en que las condiciones sean aceptables para la formación y desarrollo de la vida y otros en que todo resulte destruido o paralizado.

Por último, y no menos importante, la estrella en cuestión debe tener un comportamiento energético más o menos estable. Y si forma parte de un sistema de dos o más soles –como sucede con la mitad de estrellas de la galaxia–, que el paso de su pareja no mate a lo nacido. Ver cómo la vida se está formando trabajosamente durante millones de años para que de pronto cambien las condiciones y todo resulte exterminado hasta la aniquilación no acaba de tener gracia.

Podemos imaginar formas de vida que, dentro de unos límites, pudieran nacer y desarrollarse en violación de alguno de estos principios. Pero serían muy primarias e inestables, de poca complejidad, demasiado lejos de lo que requiere el surgimiento de la inteligencia.

Decimos que los cuerpos celestes que cumplen todas estas condiciones, en todo o en parte, se hallan dentro de la Zona Habitable.

¿Hemos descrito unas condiciones tan restringidas y estrictas que de todos los mundos habidos, únicamente la Tierra puede cumplirlas, y sólo durante un tiempo? ¿Le hemos echado un jarro de agua fría por encima a la hija de la lluvia?

Lo cierto es que no. Habrá tenido que moderar un poco su entusiasmo, sí, pero trescientos mil millones de estrellas con sus planetas y sus lunas y todo lo demás dan mucho juego. La probabilidad de que haya millones de objetos dentro de las zonas habitables sigue siendo elevadísima. La probabilidad de que los haya habido en los 13.700 millones de años que tiene el Universo es aún mucho más alta.

Descontando aquellas que se encuentren en las proximidades del núcleo galáctico, las zonas habitables más extensas deben hallarse alrededor de las estrellas de tipo A, B y O, en lo alto de la llamada Secuencia Principal –una forma de catalogar los soles que usan los astrónomos–. Pero éstas son estrellas muy grandes y calientes: emiten mucha radiación y consumen el combustible tan deprisa que difícilmente durarán el tiempo suficiente como para que surjan formas de vida avanzadas. Y encima, son muy pocas.

Las zonas habitables más estrechas, con poco espacio para que caiga en ellas algún planeta, se encuentran en la región inferior de la Secuencia Principal: los tipos K y M. Estrellas pequeñas y frías, aunque muy duraderas y estables. El 90% de los soles pertenecen a estos dos grupos. En su contra juega la misma estrechez de las zonas habitables que las rodean, la violenta actividad en superficie que deben sufrir sus planetas y lunas, y el gran número de los mismos que estarán por debajo del Radio de Acoplamiento de Marea y por tanto ofrecen siempre la misma cara al sol. A su favor juega su elevadísimo número y su extraordinaria longevidad: algunas estrellas del tipo M perdurarán hasta los últimos momentos del Universo. Ambas cosas multiplican las probabilidades de que alrededor de algunas de ellas haya surgido vida compleja o pueda hacerlo en tan larguísimo futuro.

Entre estos dos extremos, hallamos las estrellas de los tipos G y F. Tienen zonas habitables de tamaño intermedio donde puede caer fácilmente alguno de sus planetas y lunas. Su estabilidad y duración permiten que aparezcan y se desarrollen formas de vida avanzadas. Y a menos que se encuentren cerca del núcleo galáctico o alguna anomalía muy energética, sus alrededores son bañados por cantidades moderadas de radiación. Nuestro Sol es una estrella de tipo G; para ser exactos, del subtipo G2V. Las buenas noticias radican en que las estrellas del tipo G resultan comunes en el Cosmos. Si les añadimos las más bajas del tipo F y las más altas del K, y les descontamos las que estén próximas a alguna fuente de energía devastadora, vienen a sumar el 1% de los soles del Universo.

Eso significa que en la Vía Láctea hay unos tres mil millones de soles situados en esta banda mágica, con estupendas zonas habitables donde uno o varios de sus planetas podrían situarse. Dicho en otras palabras: sin salir de nuestra galaxia, debe haber varios cientos de millones de lugares en los que formas de vida tan complejas como nosotros, o más, pueden nacer y evolucionar con que sólo tengan órbitas más o menos circulares, un tamaño prudencial y una poquita de agua. Como en la lluvia.
Ver: Lista de exoplanetas conocidos que podrían hallarse en las Zonas Habitables de sus respectivas estrellas.
Próximo capítulo en La Pizarra de Yuri el jueves, 01/10/2009: Con lo que haya y como se pueda.

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lunes, 21 de septiembre de 2009

Yo, robotista.

Robótica (I)

Entre todas esas cosas que uno va haciendo para ganarse las ñoclas en este planeta, durante un tiempo trabajé en robótica industrial.

Lo que para mí tiene su miga: pertenezco a la última generación que pudo leer a Isaac Asimov cuando aún vivía Isaac Asimov; me crié viendo Mazinger Z en una tele en blanco y negro que luego fue de color; y fui a ver La Guerra de las Galaxias con su R2D2 y C3PO –eso que ahora llaman Star Wars– de la mano de mi padre la misma semana en que la estrenaron por estos lares de aquí. Podrás imaginar fácilmente que cuando surgió la posibilidad de trabajar entre robots de verdad y encima cobrar dinero por ello la oferta se me hizo difícil de resistir. Qué demonio; mi jefe de entonces nunca lo supo, pero habría aceptado el curro a cambio de un catre y un plato de lentejas. Bueno, o casi.

Los robots de verdad no se parecen a C3PO. Ni siquiera a R2D2. Y mucho menos a Mazinger Z. Son, generalmente, brazos robóticos que constituyen parte de las líneas de producción industrial, aunque los hay de otros tipos y con otras funciones. Recuerdan, eso sí, a Terminator; no en su aspecto físico, sino en su carácter: una máquina que repite obsesivamente la función que tiene asignada, llueva, truene o haga calor, sin parar ni respirar. Con una fuerza capaz de partir a un hombre por la mitad sin grandes dificultades.

Hoy por hoy, todavía no son muy listos, la verdad. Es preciso programarles cada movimiento, cada acción, interconectados con el funcionamiento del resto de la línea. Difícilmente un robot industrial contemporáneo podría protagonizar alguna de esas películas donde las máquinas se rebelan contra los humanos. El principal riesgo para las personas son los accidentes laborales: si algún imprudente comete el error de penetrar en el radio de acción de un robot activo saltándose las protecciones, corre el peligro de que un súbito revés le rompa todos los huesos como ni siquiera Mike Tyson habría sido capaz de hacerlo en sus buenos tiempos.

El robot industrial es, por lo común, una máquina parcialmente autónoma con su propio sistema controlador. En la imagen de la derecha puedes ver a este que te escribe programando movimientos a un Fanuc M-410 de cuatro ejes y dos toneladas, con un alcance de más de tres metros. Ya disculparás que me haya tapado la cara, pero lo prefiero así y tampoco te pierdes nada. El dispositivo que tengo en las manos es –como ya habrás supuesto– el mando, conectado a un armario de control que no se ve en esta foto. El mando es en realidad una consola de programación que permite también mover el robot y especificarle todas las acciones. El lenguaje de programación se parece bastante a un BASIC o un Pascal de los antiguos.

Programarlos, sobre todo si el ingeniero de turno ha hecho bien su trabajo al diseñar la línea, es relativamente fácil. La parte más delicada y difícil –al menos para mí– fue siempre describirle los movimientos y trayectorias que deberá recorrer una y otra vez para realizar su función, sobre todo cuando es preciso que lo haga de manera coordinada con otros robots; movimientos a realizar en el mínimo tiempo posible. Más que una técnica, es un arte, o una extraña forma de competición contra los tiempos y ciclos de producción. Los robots son caros, y el cliente prefiere evitar la compra de unidades adicionales si puedes asegurarle la máxima productividad con los mínimos posibles.

Este trabajo conlleva su responsabilidad, pues además de las posibles pérdidas de producción y competitividad futuras para el cliente si lo has hecho mal, es hasta cierto punto sencillo que un error de programación o una señal incontrolada provoque una colisión del brazo robot contra otro o contra cualquier objeto dentro del radio de acción. Esos objetos, lamentablemente, suelen ser maquinaria igualmente costosa. Aunque el robot va provisto de numerosos limitadores de movimiento por hardware y software, su propósito es interactuar con el mundo real, y en el mundo real hay cosas con las que se puede chocar. Dependiendo de lo que haya alrededor, no es difícil hacer daños valorados en mucho dinero (o, en el peor de los casos, lesionar a algún desprevenido que pase por allí). Por ello, requiere paciencia y método. Con paciencia, método y un buen diseño de ingeniería base, cualquier persona puede aprender a manejar y programar robots bastante bien. Es un trabajo bonito, desafiante, exigente y con frecuencia bien pagado.

Y, sobre todo, podrás llamarte "robotista", como en las novelas de Asimov. Lo que, al menos para este que te escribe, no es moco de pavo; aunque haga ya algún tiempo que no le pone las manos encima a ninguno de estos amigos de metal.


Dos robots Fanuc M-16 de seis ejes programados por el autor trabajando en coordinación para una industria alimentaria, pasando pastitas calientes de la cinta de un horno a un conformador, y de ahí a una cinta enfriadora/transportadora para su embalaje. Esta tarea es más difícil de lo que parece, pues se trata de un producto extremadamente delicado que se vuelve crujiente en el conformador y se daña con facilidad. ¡Qué buenas!


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jueves, 17 de septiembre de 2009

Hijas de la Lluvia 03: Mundos al Calor de otros Soles.

Capítulo anterior: Los que cuentan estrellas
fp
(Fracción de las estrellas de la galaxia que tienen planetas)

Nuestro sistema solar está lleno de cosas interesantes. Ocho planetas de pleno derecho con un montón de satélites –lunas– a su alrededor. Objetos transneptunianos que casi son planetas de pleno derecho como la parejita Plutón-Caronte o 2003-UB313. El cinturón de asteroides entre Marte y Júpiter. El cinturón de Kuiper. La nube de Oort, el almacén de los puñeteros cometas que un día nos van a dar un susto. Un planetilla que alberga vida inteligente. Y como otro millar de características fascinantes más.

Ahora bien, ¿es esto común en el Cosmos? ¿No será nuestro sistema solar un caso especial, uno entre un millón? ¿Tenemos alguna certeza de que el resto de soles sean igualmente interesantes? ¿No será que hemos aparecido aquí porque nuestro sistema solar es cosa de ver, mientras que a lo mejor no hay más que materia mal agregada o simplemente espacio vacío alrededor de otras estrellas?

Esto empieza a complicarse. Detectar estrellas, inmensas fuentes de luz y radiación, es fácil para cualquiera con un telescopio, un radiotelescopio o, simplemente, un par de ojos en la cara. Pero eso mismo es justo lo que los hace inhabitables: emiten tanta luz y radiación porque son infiernos termonucleares. Todos esos objetos interesantes que pueden dar vueltas en torno a ellos, en cambio, apenas emiten o reflejan pálidas sombras de luz y radiación. Y eso los hace muchísimo más difíciles de detectar a grandes distancias. A estos efectos, “grandes distancias” es cualquier cosa más allá de nuestro sistema solar. Para llegar a los confines últimos de éste, nos bastarían tres millones y pico de años con nuestro Ferrari. En cambio, si quisiéramos dar un voltio por la estrella más próxima –el conjunto triple Alfa Centauri, a 4’22 años-luz– nos harían falta unos trece millones de años. Las siguientes paradas son algunos apeaderos realmente provincianos hasta llegar a la estación Sirio, ya a 8’6 años luz.

Distinguir algo que no emite luz y radiación propias a esas distancias viene a ser como distinguir un grano de mostaza de un monte a otro, en plena noche. Tanto es así, que durante mucho tiempo hubo una tendencia a pensar que no existían. Que nuestro sistema solar era único, la joyita del Brazo de Orión.

Primero nos dimos cuenta por vías indirectas. Parece que todo sistema solar que se precie tiene gigantes del tipo de Júpiter, a cuyo lado nuestra Tierra es como una lunita menor. Gigantes gaseosos a mitad camino de que la compresión producida por su propia gravedad los encienda para convertirlos a su vez en estrellas. Tanta es esa gravedad, que obligan a sus soles a hacer cosas raras.

Algunos soles son púlsares. Un púlsar es una estrella minúscula, de apenas diez kilómetros de diámetro, pero con una masa similar a la del Sol. O sea, que son muy densas. Están muy cerca de alcanzar el mítico nivel de agujero negro, pero les faltó un pelín para llegar hasta ahí. Compuestas básicamente de una pasta de neutrones, pues con semejantes densidades no pueden ser de otra cosa, giran a gran velocidad sobre si mismas con mayor precisión que la de cualquier reloj. Al hacerlo, proyectan cascadas de neutrones con un ritmo regular, que se puede detectar y reconocer desde cualquier otro lugar del Universo mediante radiotelescopios. Constituyen al mismo tiempo los mejores relojes y faros imaginables para los navegantes del Cosmos.

Cuando hay un planeta de estos gigantes dando vueltas alrededor de un púlsar, su enorme gravedad le altera el segundero. Al impasible tictac de sus centelleos neutrónicos le da como un poquito de taquicardia. La hija de la lluvia, jugando con sus radiotelescopios, se percató de estas alteraciones. Sacando cuentas, pronto supo que tales taquicardias eran regulares, que se correspondían con la órbita de alguno de estos grandotes. Así pues, antes que verlos, los dedujimos.

El primero fue Matusalén, apodado así porque se trata del más viejo de los planetas conocidos. Orbita alrededor del púlsar PSR B1620-26, a 5.600 años-luz de nosotros, en un lugar de la constelación de Escorpio llamado Cúmulo Globular M-4. Superviviente de una catástrofe cósmica, es más grande que Júpiter.

Al corazón de la hija de la lluvia también le dio como una pequeña taquicardia.

Lo primero, porque quedaba probado que hay planetas alrededor de otros soles, incluso de soles muertos. Que nuestro sistema solar no es único.

Lo segundo porque Matusalén es verdaderamente muy, muy viejo. Casi el triple que nuestros planetas. Cuando el Universo tenía apenas mil millones de años, Matusalén ya estaba ahí. Eso significa que no sólo hay mundos más allá de nuestra estrella, sino que además los viene habiendo desde siempre. Esto demuestra que existen otros lugares donde pueda aparecer la vida y que ésta ha dispuesto de abrumadoras cantidades de tiempo para surgir y evolucionar. Si bien es cierto, por otra parte, que en esos primeros planetas apenas hay compuestos que permitan su existencia: son demasiado primitivos. Bolas de hidrógeno, mayormente, y poco más.

No obstante, la hija de la lluvia es tozuda. Todos esos cálculos están muy bien, y seguro que son correctos. Pero siempre siente la necesidad de verlo con sus propios ojos. Debe ser algo que aprendió en su larga lucha por la supervivencia, bajo la tormenta.

Lo conseguiría en 2005, cuando el telescopio espacial Spitzer detectó dos, muy grandes, tan grandes que su propia gravedad los ha encendido y tienen el aspecto de pequeñas estrellas del tipo Enana Marrón. Da igual: están ahí.

Pero en el proceso, utilizando otros medios indirectos, ha descubierto muchos más. Conforme sus técnicas se van depurando, cada vez detecta más, y más pequeños. Cada vez más parecidos a la Tierra. El cielo parece estar lleno de ellos. No, nuestro sistema solar no es único. En torno a las demás estrellas también giran cuerpos. Y muchos. En el momento en que escribo estas líneas vamos camino de los doscientos, con varios sistemas solares completos. Hay uno de ellos al que ya le conocemos cuatro planetas. Dan vueltas alrededor de 55 Cancri, una estrella binaria de la constelación de Cáncer, a 41 años-luz de aquí. Uno de estos planetas, al que llamamos 55 Cancri E, es del tamaño de Neptuno: como catorce veces la Tierra. Ya no estamos hablando de inhóspitos gigantes gaseosos como Júpiter o Matusalén, sino de un gaseoso enano o –quizás– de un planeta de tipo terrestre muy grande.

Ahora que ha aprendido a encontrarlos, la niña de la lluvia no para. Hay para dar y vender. De pensar que nuestro sistema solar podría ser un caso excepcional, en apenas veinte años hemos pasado a pensar que lo raro será hallar estrellas sin planetas a su alrededor. Y con toda probabilidad, si hay otros planetas habrá infinidad de otras lunas y asteroides. El número de lugares donde otras vidas y otras inteligencias podrían haber surgido no hace sino crecer cuanto más sabemos, conforme refinamos más nuestra técnica.

La barriada donde la niña de la lluvia podría encontrar a sus amiguitos es más grande a cada día que pasa. La niña de la lluvia está contenta. Ahora tiene esperanza.

Próximo capítulo en La Pizarra de Yuri el jueves, 24/09/2009: Navíos cósmicos en regiones mágicas.

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domingo, 13 de septiembre de 2009

Secretos de la polla.

El órgano más divertido también tiene sus misterios.

Sí, eso mismo: el manubrio, el cipote, la pilila, el rabo, la picha, el carajo, el nabo, la minga. Los técnicos y los estirados la llaman también pene, falo, miembro viril o incluso pipí, que ya hay que ser pijo. La tranca, vaya. Afrontemos el hecho: te interesan las pollas, bien porque tienes una, bien porque te encantan, o bien porque a fin de cuentas han constituido un referente social y cultural a lo largo de toda la historia de la humanidad. Hale, ya tienes una excusa cultureta para seguir leyendo.

(Además, a buenas horas habrías venido tan deprisa si se me ocurre titular el artículo "biología evolutiva y sexología del aparato reproductor masculino humano". Que nos conocemos, pisha.)

Confío en tu formación precedente sobre pollas –científica, naturalmente– para obviarme la tarea de contarte qué son, dónde están, qué aspecto tienen o para qué sirven. Sin embargo, es posible que desconozcas algunas cosas interesantes sobre los mandaos. Por ejemplo, sobre ese asunto tan cacareado del tamaño. Y es que hasta el más pichacorta de los humanos posee una tranca monumental, casi ridículamente grande, en comparación con nuestros parientes evolutivos más próximos. Eso incluye a algunos de nuestros más impresionantes primos de Zumosol, como el gorila o el orangután, que a pesar de su tamaño y poderío andan más bien cortitos de minga: cuatro centimetros escasos en plena erección, lo que para un tipo de 200 kg de peso, puro músculo, queda más bien chocante.

Hablando de erecciones. Por supuesto, en contra de lo que pensaba alguna gente, no hay ningún hueso en la pilila. Lo que constituye otra anomalía, pues todos los demás primates tienen uno, que se llama báculo. En realidad, somos muy pocos los mamíferos sin hueso en la picha de los chicos o en la pipa de las chicas; estamos nosotros, los caballos, los conejos, las hienas, los cetáceos –delfines, ballenas, marsopas–, los marsupiales y pocos más. Lo nuestro es pura sangre en las venas.

Literalmente: la erección depende de un intrigante sistema hidráulico natural, que contiene sangre a presión dentro del trabuco mientras su poseedor se encuentra excitado. Visto de otra manera, la matraca no es mucho más que un globo sobrevalorado. Sólo que la de los humanos resulta, de nuevo, especialmente complicada. Cualquiera diría que los mecanismos evolutivos que complicaron nuestra mente muy por encima de la de cualquier otra especie hicieron lo propio con nuestra polla. De lo que supongo se podrán extraer disquisiciones filosóficas que dejaré al criterio de mis estimados lectores. Y, me temo, lectoras.

La forma de champiñón del capullo –perdón, damiselas, el glande– y su mismo tamaño constituye otra de estas complicaciones. Su función no es evidente por sí misma, ni tampoco el hecho de que la parte más sensible del rabo sea la base del capullo, esto es, la corona (si no te sabías este truco, prueba a estimular por esa zona y ya verás... no recomendado con eyaculadores precoces).

Por fortuna, disponemos de biólogos evolutivos dispuestos a adentrarse valientemente en estos misterios. Verdaderos héroes de la ciencia: imagínate cuando le tienes que explicar a tus futuros suegros –inevitablemente del Opus Dei o cosa parecida– en qué consisten exactamente tus estudios de doctorado. "Verás, suegra, yo tengo un doctorado en pollas," etcétera.

Aparentemente, el tamaño y forma de la mandanga están relacionados con dos hechos. El primero, la forma peculiarísima de la cadera femenina y la posición de su vagina, que se deriva de ser el único animal que camina erguido y puede practicar el coito en (casi) cualquier ángulo. El segundo, que los seres humanos no somos monógamos de natural, sino más bien casquivanos. Ningún primate se lía con una sola pareja, sino con muchas, y la monogamia ha sido rara en la mayoría de sociedades humanas hasta tiempos relativamente recientes. La única moral natural en asuntos de entrepierna consiste, esencialmente, en trincarse a tantas hembras como sea posible para garantizar la supervivencia de tus genes. Y las chicas también hacían lo propio, en forma de poliandria, antes de ser sometidas como una propiedad privada en las civilizaciones patriarcales. Observaciones todas ellas que sin duda también gustarán mucho a tu futura suegra, la del Opus.

Se han realizado resonancias magnéticas a parejas echando un polvo –ey, esta parte experimental de tu doctorado le encantará a la señora; yo creo que a partir de ese momento ya puedes llamarla mami–. En estas imágenes se observa claramente que la función del tamaño desproporcionado de las vergas humanas no es otra que alcanzar el cuello uterino y levantar la matriz, para proyectar el esperma lo más lejos posible, más profundamente que los demás primates que se tiraron a la tía antes. Y la forma de champiñón bulboso del capullo actuaría simultáneamente como escoba o barredera, para eliminar en la medida de lo posible la lefa que dejaron los anteriores. Vamos, que ya ves lo que Mamá Naturaleza se cree de tu fidelidad y de la de tu pareja.

Una consecuencia curiosa de esta hipótesis es que un hombre podría inseminar a su mujer con el semen de otro tipo si no se limpia cuidadosamente, cosa poco corriente –lo de limpiarse– a lo largo de la mayor parte de la historia humana. Imagínate la situación: Pepito y Juanita echan un polvo, con lo que Pepito deja su leche en Juanita, pero a cambio se lleva en la base del capullo un poquito de la leche de Senghor, el negrazo con quien Juanita se lo monta normalmente. Pepito no se limpia bien, con lo que algunos espermatozoides de Senghor sobreviven calentitos y húmedos en su propio capullo. Y cuando vuelve a casa le echa otro kiki a su legítima, preñándola con el esperma residual de Senghor, a quien ni siquiera conoce. Nueve meses después nace un precioso bebé mulato, y a Pepito le da un monumental ataque de cuernos, sin saber que la criatura es fruto de su propia aventura. Las probabilidades de que algo así suceda son relativamente bajas, pero no nulas.

Con respecto a tu futura suegra, quizás deberías contarle toda esta última parte apoyándote en algún video. Te adorará, seguro. O algo.

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jueves, 10 de septiembre de 2009

Hijas de la Lluvia 02: Los que Cuentan Estrellas.

Capítulo anterior: La fórmula del dragón

N*
(Número de estrellas en la galaxia)

Pero, ¿dónde buscar?

Bien, lo más lógico es empezar buscando cerca. Las distancias que separan a los cuerpos celestes son prodigiosas, por lo que si la hija de la lluvia ha de buscar a los iguales demasiado lejos, tanto localizarlos como entrar en contacto con ellos puede convertirse en un verdadero problema.

Por otra parte, conocemos ya muy bien nuestro sistema solar. Lo hemos observado incontables veces con nuestros telescopios y lo recorren constantemente naves fabricadas por nuestras manos, cuyos ojos robóticos estudian cada uno de sus detalles, desvelándonos poco a poco hasta sus secretos más íntimos. A estas horas tenemos la certeza de que alrededor de nuestra estrella madre, el Sol, no hay más que una civilización inteligente: nosotros. Ni siquiera los consabidos marcianos resultaron estar ahí. Hace años hubo quien creyó ver, en fotos de las primeras misiones a Marte, caras gigantes, pirámides y toda clase de construcciones que se le antojaron hechas por las manos de alguien. Vuelos más recientes, con mejores cámaras y equipos, han confirmado que se trata de montañas, mesetas y otros accidentes naturales de forma singular.

No, no vamos a encontrar a otra gente alrededor del Sol. Te lo digo yo. Habrá que mirar en otras estrellas, pues.

Nuestra galaxia parece un lugar sensato para observar. La inmensa mayoría de estrellas que vemos en el cielo están en la misma. Una galaxia es una acumulación de estrellas más o menos concentradas que orbitan en torno a un punto central, a unas distancias –vamos a decirlo así– razonables.

Nuestra galaxia se llama la Vía Láctea y es del tipo espiral. Es decir, que tiene unos brazos enormes llenos de estrellas dando vueltas lejos de su centro. Se llama Vía Láctea porque en las noches muy oscuras y con el cielo muy limpio podemos distinguir el brazo en el que estamos nosotros como un tenue reguero blanquecino similar a la leche derramada. Y según la mitología griega, se formó cuando el héroe Hércules estaba mamando de la diosa Hera y se le vertió de los labios una gota de leche. Como hipótesis científica, la verdad, no es gran cosa; pero ya se sabe que a la hora de poner nombres la gente antigua manda mucho.

La Vía Láctea, en realidad, es una gran acumulación estelar que viene a medir unos cien mil años-luz de punta a punta. Esto de los años-luz es un poco lioso si no tienes costumbre; parece más una medida de tiempo que de espacio, ¿verdad? Bueno, un año-luz es la distancia que puede recorrer la luz en un año, o sea, unos diez billones de kilómetros (sí, con “b”). Eso significa que nuestra galaxia tiene un trillón de kilómetros entre sus extremos, pasito arriba, pasito abajo. O sea: viajando con un Ferrari necesitarías veintipico veces la edad del Universo para recorrerla, a todo pedal y sin detenerte por nada. Parece un sitio lo bastante grande para buscar, ¿no te parece? Sobre todo si tenemos en cuenta que la galaxia más próxima de similares características –M31 Andrómeda– se encuentra veinte veces más lejos. Por cierto que Andrómeda puede verse a veces a simple vista: así de grandes son las galaxias. Parece una estrellita. No lo es. Ah, sí, se está echando sobre nosotros a toda velocidad. Chocaremos dentro de tres mil millones de años, no te preocupes.

Bien, y todo esto, ¿a qué viene?

Pues viene a cuento de que, para hacerse una idea de cuántos amiguitos podría tener nuestra solitaria hija de la lluvia, primero ha de saber en cuántos lugares posibles pueden vivir. Dado que es difícil imaginar la existencia de formas de vida en sitios donde no haya cantidades significativas de materia estable, eso significa que habrá que buscar donde la haya, claro: planetas, satélites, asteroides, lo que sea. Cosas que den vueltas alrededor de estrellas, de soles como el nuestro. Por lo tanto, saber cuántas estrellas hay en la Vía Láctea no parece una mala manera de comenzar. Nos da una pista fundamental sobre cuántos hogares puede haber para otras gentes.

Contar las estrellas de un monstruo con el tamaño de la Vía Láctea no es cosa tan sencilla como tirar mano del dedo de señalar y ponerse: “una, dos, tres, cuatro, cinco...”. Entre otras cosas porque, contando a razón de una por segundo, te harían falta aproximadamente ciento treinta vidas para completar el trabajo, sin descanso ni para dormir, ni para comer, ni para lo otro. Sí, ya empezamos con los condenados números grandecitos otra vez. Es lo que tienen estas cosas del espacio.

Por fortuna, existe una manera rápida de echar las cuentas si sólo necesitamos una estimación aproximada. La inmensa mayoría de la materia luminosa del Universo está en forma de estrellas. Y la luminosidad de la galaxia se puede medir con instrumentos. Tras medirla y dividir, descubrimos que en la Vía Láctea hay una cantidad de luz equivalente a la que producirían cien mil millones de soles como el nuestro.

Pero llevamos muchos años estudiando las estrellas y sabemos que la mayor parte son más pequeñas que el Sol. De hecho, tenemos una idea bastante precisa de cómo se distribuyen según su tamaño y brillo. Combinando esta distribución con el dato de luminosidad, podemos concluir razonablemente que en la Vía Láctea deben existir entre doscientos y cuatrocientos mil millones de estrellas. No es una cifra muy exacta, así que lo dejaremos en trescientos mil millones para que nadie se enfade, o se enfaden todos, como suele ocurrir en estos casos. La verdad es que son un montón de parcelas disponibles para que nuestros ansiados extraterrestres puedan tener su casa dentro de esta misma galaxia.

Lamentablemente, un sol resulta un lugar aún más inhóspito para la vida que el mismísimo espacio interestelar. Son bombas termonucleares masivas en constante equilibrio entre explotar y colapsar, donde ninguna forma de materia organizada puede estructurarse. Incluso a millones de kilómetros, el calor y la radiación harían sumamente difícil que una forma de vida pudiera desarrollarse y evolucionar.

Así pues, el recuento de estrellas nos dice en cuántos lugares de la Vía Láctea podría haber vida, y dónde. Pero sólo indica lugares posibles, a lo bruto. En realidad, lo que nos interesa de todos esos soles es su capacidad para tener objetos orbitando a su alrededor. Objetos donde las condiciones sean menos extremas y la materia y la energía puedan alcanzar estructuras complejas con más facilidad. Planetas y satélites, para entendernos. Ahí es donde está la chicha.

Próximo capítulo en La Pizarra de Yuri el jueves, 17/09/2009: Mundos al calor de otros soles.

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domingo, 6 de septiembre de 2009

Cuando CSI se equivoca: limitaciones de la ciencia forense.


Los desastres de la superstición.

El 17 de febrero de 2004, un hombre llamado Cameron Todd Willingham fue asesinado por el Estado de Texas mediante inyección letal. Había sido condenado por matar a sus tres hijas pequeñas en 1991 provocando un incendio en su casa. El circo judicial corriente en estos casos no se privó de nada: manipulación mediática, testigos (chivatos carcelarios) comprados por la fiscalía, un renombrado psiquiatra asegurando que el acusado era un "sociópata violento", un informe pericial que explicaba cómo se usaron acelerantes para causar el fuego y la habitual campaña de calumnias para reafirmar a la chusma en su convicción de que Cameron era un maligno criminal.

Cameron Todd Willingham, además, era un hombre pobre que no disponía de recursos para comprar la suficiente cantidad de defensa; una realidad que no es exclusiva de los Estados Unidos. Hay quien afirma que el sistema penal es racista, pero esto rara vez resulta cierto hoy por hoy. Lo que es, sin duda alguna, es clasista. En los Estados Unidos y en todas partes. Cameron Todd Willingham, que se sabía inocente, tampoco se sometió al indigno chantaje según el cual declarándote culpable puedes comprar tu vida a cambio de la cadena perpetua.

Ya en 2004, antes de su asesinato a manos de las autoridades texanas, un químico de verdad llamado Gerald Hurst demostró que el incendio no podía haber sido provocado. Pero el Estado de Texas eligió ignorarle.

Ahora, la Comisión de Ciencia Forense de Texas ha determinado por fin que no existe indicio alguno de que el incendio que mató a las niñas de Cameron fuera provocado, y que éste se ocasionó probablemente debido a un aparato o unos cables defectuosos; el informe acusatorio estaba sustentado totalmente en supercherías, falsas creencias policiales y pseudociencia. (Fuente)

Cameron Todd Willingham, que vio morir a sus hijas ante sus propios ojos e intentó salvarlas sin éxito, fue acusado, condenado y ejecutado por matarlas siendo perfectamente inocente; en lo que muy bien podría ser una versión del infierno. No hace veinte, ni treinta, ni cincuenta años. En 2004.

No es preciso llegar a estos extremos de barbarie y salvajismo para comprender que la denominada ciencia forense ha fracasado en incontables ocasiones a la hora de establecer la verdad sobre lo ocurrido. A diferencia de lo que se ve en la televisión, sus resultados presentan un elevado margen de incertidumbre que con frecuencia alcanza el 100%. O sea: la misma certeza que tirando una moneda a cara o cruz. Es la ciencia como excusa para la superstición, exactamente igual que hacen el resto de pseudocientíficos. Su problema es que, en la mayoría de casos, no es ciencia verdadera. Aunque pretenda hacerse pasar como tal.

Polis metidos a científicos.

Una de las debilidades mayores de la ciencia forense es que buena parte de ella no fue desarrollada por científicos, sino por policías. Esto no es malo por sí mismo; cualquier persona, aunque no tenga los títulos, puede ser un buen científico si actúa de manera conforme al método. Pero las personas sin instrucción formal en la epistemología científica suelen cometer errores de bulto a la hora de validar sus tesis y tomar por ciertos lo que sólo son sesgos cognitivos y falacias estadísticas.

Lo que no te han contado de las huellas dactilares y los estudios balísticos.

Este es el caso, por ejemplo, de la identificación mediante huellas dactilares. Por extraño que pueda parecer, después de tantos años, no se ha realizado jamás un estudio de validación de sus tesis, y toda ella se basa en suposiciones quizá ciertas pero desde luego no comprobadas.

Se dice, por ejemplo, que dos personas diferentes no pueden tener las mismas huellas dactilares. Sin embargo, esto no ha sido verificado. Tampoco se sabe cómo evolucionan las huellas de una persona en función del tiempo. Ni el mecanismo exacto mediante el que se fijan en las distintas superficies, y si permanecen estables en ellas o no. Los modelos de similitud estadística no han sido validados ni por asomo. Entre otras muchas cosas.

Pero esto no es lo más grave. En unos experimentos doble ciego realizados por la propia Asociación Internacional de Identificación (que reúne a los supuestos expertos en el área), menos del 45% de las identificaciones fueron correctas en todos los casos y casi el 40% resultaron totalmente incorrectas. Distintos especialistas obtenían distintos resultados con las mismas muestras. Hasta un 22% resultaron proclives a "tomar por datos ciertos lo que sólo eran suposiciones". (Fuente)

Cosa parecida cabe decir de los estudios balísticos, cuando pretenden determinar de qué arma salió un proyectil. En septiembre de 2008 se clausuró el departamento de Policía Científica del Estado de Michigan después de que una auditoría descubriese que más del 10% de estas identificaciones habían resultado falsas. Y no es de extrañar, puesto que esta presunta ciencia incorpora un importante componente de ojímetro bajo el aspecto engañoso de aproximaciones probabilísticas. Tampoco el análisis de trazas (de pintura, sangre, fibras, cabellos...) está libre de estas aproximaciones.

Cosas de locos.

Estas preocupantes imperfecciones, que muy bien pueden condenar a un inocente o liberar a un culpable apoyándose en pura pseudociencia, alcanzan el paroxismo cuando hablamos de la psiquiatría o psicología forense. Es cosa sabida que la mente resulta hoy por hoy aún huidiza a la hora de estudiarla según el método científico estricto. Pero, salvo casos muy evidentes, los informes mentales forenses no son más que una impresión diagnóstica.

¿Y qué es una impresión diagnóstica? Sencillo: una opinión profesional no sujeta a responsabilidad de ninguna clase. Un especialista en salud mental forense puede diagnosticar que alguien está perfectamente cuerdo, o perfectamente loco, o que es un sociópata peligroso, o cualquier otra cosa que le parezca sin temor a las consecuencias.

Los antecedentes históricos resultan especialmente inquietantes. Las supuestas ciencias de la mente tienen un historial de someterse, o incluso apoyar, determinados planteamientos filosóficos, sociales, morales o políticos de dudosa bondad; desde la drapetomanía y la disetesia etiópica con que se caracterizaba a los esclavos que trabajaban poco o anhelaban su libertad en los Estados Unidos, hasta la represión psiquiátrica practicada en la URSS contra quienes no sabían ver el Paraíso de los Trabajadores, pasando por la surrealista psiquiatría nazi, la patologización de minorías sexuales, el abuso de la lobotomía (incluso por ser una niña precoz) y un largo etcétera que se extiende hasta nuestros días.

Los jueces y jurados con poder sobre el destino de otras personas actuarían con prudencia y sabiduría si aprendiesen a relativizar y poner en su justa medida todas estas supuestas pruebas científicas que de ciencia tienen poco. Todo el mundo es inocente hasta que se demuestre su culpabilidad en un juicio justo donde se le hayan asegurado las garantías suficientes para su defensa. La palabra clave, como siempre, es demostrar. Afirmar no es demostrar, aunque se camufle con cháchara pseudocientífica. Quien acusa, debe probar. Quien afirma, debe probar. Lo contrario es lanzarnos otra vez en manos de la injusticia y de la superstición. Cameron Todd Willingham es la última víctima conocida de una larguísima historia de injusticia sustentada en la superstición que debería terminar ya. Tenemos los medios para hacerlo. Sólo hace falta la voluntad. Y el dinero, claro.

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viernes, 4 de septiembre de 2009

LHC reloaded: comienza otra vez la puesta en marcha del Gran Acelerador.

NOTICIA DE ALCANCE

El CERN ha confirmado que en las últimas horas se ha iniciado de nuevo el enfriamiento total del Gran Acelerador de Hadrones, situado entre Francia y Suiza.

Con ello, el LHC se convertirá otra vez en el lugar más frío del universo conocido, y estará listo para iniciar el mayor proyecto de investigación científica de la Historia de la Humanidad.

Según la programación actual, está previsto que la "segunda primera luz" se produzca en octubre, y las primeras colisiones, en noviembre. El acelerador funcionará a potencia reducida durante este año, pero aún y así será varias veces más energético que cualquiera de sus antecesores.

Más información sobre la avería del LHC, la reparación y el programa de operaciones en El regreso del LHC.

Fuentes:


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jueves, 3 de septiembre de 2009

Hijas de la Lluvia 01: la Fórmula del Dragón.

Y la Tierra era un infierno de lava, azufre y fuego cubierta por un manto de nubes plomizas, ardientes, barrida por tormentas de meteoritos.

Entonces, rompió a llover. Una lluvia ácida, sucia, caliginosa, pestilente.

Y la Tierra se enfriaba. Y siguió lloviendo.

Y la lluvia creó océanos y lagunas y remansos, y los llenó de diamantes negros arrancados de todas partes.

Y en la tranquilidad de los remansos o entre volcanes submarinos, los diamantes bastardos se tornaron en pócimas maléficas a puro extrañas.

Tan extrañas que, encantadas por la luz de los primeros arco iris, alguna de ellas cometió la osadía de reproducirse a si misma. Y otra vez. Y otra. Y aún otra más, hasta el infinito.

Cada vez más compleja. Cada vez más extraña. Cada vez más agresiva.

Y siguió lloviendo, y así nunca faltaron nuevos diamantes que la alimentaran para crear nuevas pócimas, cada vez más oscuras, más intrincadas, más malignas.

De vez en cuando el Cosmos estuvo a punto de destruir la anomalía, lanzándole fuego y hielo devastadores. Casi lo logró. Pero la anomalía era feraz; y no sólo fue capaz de sobrevivir, sino que cada vez retornó más fuerte, más distinta, más poderosa.

Puede que a modo de venganza por los infinitos hijos perdidos, pues siempre fue hembra y valiente, vio que seguía lloviendo y que la tierra era tan húmeda como ella. Y salió del mar, y conquistó la tierra.

Y el fuego y el hielo aniquiladores volvieron una vez, y otra, y otra. Y ella sobrevivió una vez, y otra, y otra, cada vez más hábil, más ingeniosa, más resistente.

Tanto que un día, quizás bajo la lluvia, húmeda como la lluvia, miró a su amante y en sus ojos ya no había sólo instinto ciego.

Y después, cuando las nubes se abrieron, miró, plácida, a las estrellas.

Y en sus ojos brillaba la misma luz. Y se regodeó en su victoria.


La fórmula del dragón

Entonces, la hija de la lluvia, como todos los niños demasiado inteligentes, se quedó en un rincón del patio espantada de si misma.

Buscó otros en los que mirarse para comprender su propia rareza, su propia singularidad. Y no quedaba nadie.

Revolvió tierras y mares, llanuras y montañas, bosques y desiertos, más sólo halló presas y mascotas. Queridas, entrañables, de sentimientos puros y lealtad inquebrantable. Pero sólo mascotas. Nada en cuyos ojos mirarse para entender su propia luz y sus propias tinieblas.

Tan inteligente era, que estaba infinitamente sola. Y ya se sabe que los niños solitarios son tristes. Que los niños solitarios no pueden aprender lo verdaderamente importante.

Así que, como hiciera aquella primera vez, alzó de nuevo su mirada a las estrellas. Comprendiendo que, de existir, sus amiguitos habrían de estar allí. Y para empezar, quiso descubrir si realmente era posible que los hubiera, y si querrían hablar con ella.

Lista como es la diablilla, resumió sus esperanzas y las escribió en el idioma en que está escrito todo lo que existe:

N = N* fp ne fl fi fc fL

Lo llamó Ecuación de Drake. Drake, el Dragón. Y con la fórmula del Dragón en las manos, se dispuso a buscar a sus iguales. Deseándolos, en el fondo de su corazón, mejores. Temiéndolos, en el fondo de su mente, peores. De un modo u otro, necesarios.

Próximo capítulo en La Pizarra de Yuri el jueves, 10/09/2009: Los que cuentan estrellas

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La Pizarra de Yuri
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martes, 1 de septiembre de 2009

Mecánica cuántica para dummies

Ayer no tuve mucho tiempo para escribir el artículo; pero pretendo compensaros con un maravilloso video que explica el experimento de la doble ranura, fundamental para empezar a entender los misterios de la mecánica cuántica. Y además, con subtítulos en castellano:



EL LIBRO DE LA PIZARRA DE YURI:
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