La pizarra de Yuri: abril 2010

jueves, 29 de abril de 2010

Esta es tu dirección.

Una carta dirigida a esta dirección te llegará desde cualquier punto del espaciotiempo. Si es que encuentras un servicio postal que las reparta, claro. 


 ¿Crees que conoces la dirección de tu casa? Bien, a lo mejor no. O no la dirección completa, al menos. Por si alguna vez necesitas darle tu dirección postal a un extraterrestre, o conseguir que te entreguen una carta desde cualquier punto del espaciotiempo, estos son los datos que deberías poner en el remitente para que el cartero no se vaya a perder:

Tu calle y número, código postal, ciudad, país.
Tierra, Tercero de Sol.
Nube Interestelar Local, Burbuja Local, Cinturón de Gould, Brazo de Orión.
Vía Láctea, Grupo Local, Supercúmulo de Virgo.
Universo Local, tiempo presente.

¿Los vemos?

Tu calle y número, código postal, ciudad, país.

Bah, esto ya te lo sabes, es muy aburrido y además resulta irrelevante a escala cósmica. Sigamos.

Tierra, Tercero de Sol.

No te sorprenderá saber que vivimos en la Tierra, un planeta rocoso que da vueltas alrededor de una estrella llamada Sol a razón de una vez por año. También sabrás que ocupamos la tercera posición en el sistema solar, después de Mercurio y Venus, y antes que Marte. En realidad, nos encontramos en el sistema solar interior, que termina a la altura del cinturón de asteroides. Todos los planetas del sistema solar interior son rocosos; esto es típico de los planetas pequeños –como el nuestro–, que tienen muy poca masa y por tanto muy poca gravedad para retener grandes atmósferas de gases o líquidos.

Los planetas más grandes conocidos son todos gigantes gaseosos, como Júpiter o Saturno.Dado que están compuestos fundamentalmente de hidrógeno –el elemento primordial, y el más abundante del universo–, si fueran aún más grandes, la enorme presión gravitatoria los haría encenderse por fusión nuclear. Entonces, se convertirían en estrellas. Las estrellas más pequeñas del universo, que se llaman enanas marrones, apenas son como trece veces Júpiter.

Por este motivo, en el universo conocido sólo hay espacio, a grandes rasgos, para dos tipos de planetas: los rocosos –pequeños– y los gaseosos –grandes– (los de líquidos helados se consideran un subconjunto de los gaseosos). Los que son más grandes, como hemos visto, dejan de ser planetas y se transforman en estrellas.

El planeta más grande que conocemos, pero no tan grande como para ser estrella, es WASP-17b en la constelación del Escorpión. Da vueltas alrededor de WASP-17, un sol parecido al nuestro a mil años-luz de aquí. El más pequeño es difícil de decir, pues depende de la definición de planeta que usemos. Plutón, por ejemplo, dejó de ser en 2006 un planeta de pleno derecho; entre otras cosas porque, si reconocemos a Plutón como planeta, habría que reconocer a otros 44 más descubiertos en años recientes (véase la figura de la derecha). Y, realmente, no dan la talla.

Al igual que nuestro planeta es sólo un planeta más, nuestro Sol es también una estrella más. Pertenece al tipo espectral G (exactamente, al G2V), que es bastante común en el universo: aproximadamente una de cada diez estrellas del cielo son así.

Nube Interestelar Local, Burbuja Local, Cinturón de Gould, Brazo de Orión.

Nuestro Sol y nosotros viajamos por el cosmos junto con otros muchos, en torno al centro de nuestra galaxia: la Vía Láctea. En particular, nos movemos por dentro de la llamada Nube Interestelar Local, una acumulación de materia de treinta años-luz de tamaño. Con un súper-deportivo de alta gama a toda velocidad, tardaríamos unos 78 millones de años en atravesarla. Usando el avión de serie más rápido del mundo, once millones de años. Viajando en la nave espacial más rápida de la historia (hasta el momento), unos 128.000 años.

Esta Nube Interestelar Local contiene también a las estrellas más próximas, como Alfa Centauri, Sirio, Procyon, Altair, Vega, Fomalhaut o Arturo. La más próxima de todas es Alfa Centauri, una estrella doble a 4.37 años-luz de aquí. Con la nave espacial mencionada, nos costaría unos 18.660 años llegar hasta ella. Realmente, si queremos hacer algo más allá de nuestro sistema solar, vamos a necesitar alguna manera de viajar más deprisa que en la actualidad. O de acortar el viaje.

La Nube Interestelar Local se encuentra dentro de una estructura mayor: la Burbuja Local. La Burbuja Local es una acumulación de materia aún mayor, procedente de la explosión de una o varias supernovas que estallaron hace entre dos y cuatro millones de años. Pero aunque estemos atravesando ahora mismo la Nube Interestelar y la Burbuja locales, nuestra materia no procede de ellas. Sólo estamos pasando por ahí en este momento de la historia del universo. Entramos hace unos cinco millones de años, y saldremos dentro de otros tantos. Nuestro sistema solar –y la materia que contiene, incluyéndonos a ti y a mí– se formó mucho antes que eso, hace más de 4.500 millones de años.

Nuestra Burbuja Local forma a su vez parte del Cinturón de Gould. El Cinturón de Gould es ya una estructura mucho más compleja y mayor. Es un anillo parcial de estrellas, de unos 3.000 años luz de extensión. ¿Recuerdas aquella nave espacial tan rápida que utilizamos antes? Pues con ella, tardaríamos 12.800.000 años en atravesarlo por completo. Vaya, esto empieza a ser mucho tiempo. Echaremos mano de un concepto para una nave espacial futura, el Proyecto Dédalo, teóricamente capaz de viajar al 12% de la velocidad de la luz: 130 millones de kilómetros por hora. Bien, entonces para atravesar el Cinturón de Gould necesitaríamos veinticinco mil años.

La inmensa mayoría de las cosas que ven tus ojos y los míos en el cielo nocturno están aquí o poco más lejos. Aunque hay algunas excepciones, aquí está el límite general de lo que puede descubrir nuestro ojo desnudo. De las 300 estrellas más brillantes del cielo, por ejemplo, sólo diez están más allá del Cinturón de Gould; y no mucho más allá.

Cinturón de Gould. La línea indicada como 500 PC (500 parsecs) equivale a una distancia al Sol (en el centro) de 1.630 años-luz; es decir, tiene un diámetro de 3.260 años-luz, que son 31.000 billones de kilómetros. (Clic para ampliar)

El Cinturón de Gould es un sector del Brazo de Orión. El Brazo de Orión es la primera gran estructura a la que pertenecemos; grande en sentido galáctico. Es un larguísimo arco estelar de 10.000 años-luz de longitud y 3.500 de ancho. Mucho más del 99% de lo que ven nuestros ojos a simple vista,en una noche normal, está aquí. Muchas personas de ciudad vivirán y morirán sin ver en persona nada más allá del Brazo de Orión, jamás.

(Clic para ampliar)


Vía Láctea, Grupo Local, Supercúmulo de Virgo.

El Brazo de Orión es sólo un brazo menor de nuestra galaxia: la Vía Láctea. Se llama así porque, en las noches muy oscuras y limpias, se distingue a ojo desnudo como una larga mancha lechosa que parte el cielo en dos. Se llama así porque los antiguos griegos pensaban que se trataba de una gota de leche de la diosa Hera, que se le cayó cuando daba de mamar al héroe Heracles. Los indios del pasado, en cambio, la creían el río Ganges celestial. En Asia Central, África y el mundo árabe la consideraban más bien una brizna de paja cósmica.

Hoy en día sabemos que la Vía Láctea es en realidad una galaxia. Las galaxias son gigantescas organizaciones cósmicas compuestas por estrellas, nubes de gas, planetas, polvo, materia oscura y (creemos que) energía oscura, unidos por la atracción de su gravedad en una sola estructura. Nuestra Vía Láctea es una galaxia espiral barrada, que se mantiene estable y gira alrededor de lo que muy probablemente sea un agujero negro supermasivo en su centro (desde nuestro punto de vista, localizado en Sagitario A*).

La Vía Láctea tiene unos 100.000 años-luz de diámetro y aproximadamente 1.000 años-luz de grosor. Sí, es muy delgadita; esto pasa con mucha frecuencia. La materia tiende a agregarse en torno a los objetos con mucha masa bajo la forma de discos de acreción, no esferas. Por eso, los sistemas solares tienden a formarse como planos alrededor de un Sol (el caso del nuestro, por ejemplo); y por eso también, las estrellas con sus sistemas solares suelen organizarse en forma de disco para formar galaxias.

¿Recuerdas la nave espacial Dédalo que propusimos un poco más arriba? Bien, pues con ella nos costaría 883.000 años cruzar nuestra galaxia de punta a punta. Aunque en realidad, estamos a sólo 25.000 años-luz del agujero negro en su centro: un viaje de 208.000 años.

En la Vía Láctea hay entre cien mil y cuatrocientos mil millones de estrellas, como nuestro Sol. Alrededor de muchas de ellas orbitan otros planetas. Y la Vía Láctea orbita en conjunción con otras cincuenta galaxias, formando el Grupo Local. Ahora ya empezamos a hablar de tamaños verdaderamente inmensos.

Las dos galaxias más importantes del Grupo Local son la nuestra y M31 Andrómeda, que a veces puede verse tenuemente a simple vista. Viene hacia nosotros, o nosotros vamos hacia ella –como prefieras– a unos 140 kilómetros por segundo. Chocaremos dentro de unos 2.500 millones de años. Pero seguramente no pasará gran cosa: las distancias entre los cuerpos celestes dentro de una galaxia, como ya hemos visto, son tan grandes que lo más probable es que nos crucemos –o incluso nos fusionemos en una sola– sin impactos significativos.

Nuestro Grupo Local forma parte de una estructura aún mayor: el Supercúmulo de Virgo. El Supercúmulo de Virgo constituye un grupo de grupos monumental, con unos 110 millones de años-luz de diámetro; pero no es sino uno más de los existentes en el universo observable.

Más allá de eso, en las estructuras a gran escala, parece que la materia de este universo tendemos a agruparnos en forma de filamentos y grandes murallas, separados por espacios abismales de vacío.

Universo Local, tiempo presente.

Por múltiples motivos, no tenemos la seguridad de que este sea el único universo existente. De manera muy notable, la Interpretación de los Multiversos de la Mecánica Cuántica propone la existencia posible de cualquier número entre uno y casi-infinitos universos distintos. Así pues, será conveniente informar al servicio cósmico de Correos que estamos en uno en particular, en este, al que llamamos Universo Local... suponiendo, claro está, que no nos estemos dividiendo constantemente en muchos más, con copias de notrosos mismos por todas partes.

Por asegurar la entrega, quizá resulte conveniente recordar finalmente al servicio postal que existimos en un tiempo determinado, en torno al presente. De lo contrario, podría ser que la carta de nuestro amigo extraterrestre nos llegara con un cierto adelanto o retraso... digamos en un tiempo negativo imposible, o cuando el universo esté ya alcanzando la Muerte Térmica.

Y en versión resumida y comprensible en todo este universo...

Sin embargo, todos estos nombres son nombres humanos, que seguramente un servicio de Correos extraterrestres no entendería. Además, lo que es "local" para nosotros –claro– no lo es para otros. Esto es la base más básica de la Teoría de la Relatividad de Einstein. Para escribir menos (aunque un poco más lioso) y además asegurarte de que el cartero interestelar va a entender tu dirección (o la mía) venga de donde venga, podrías poner en el remite lo siguiente a modo de código postal cósmico:

Tu calle y número, código postal, ciudad, país.
Tierra, Tercero de Sol.
1178486506 · 0,2967059728
5320116676 · 3,089232776
792520205 · 1,1868238914
Supercúmulo de Virgo, Universo Local.

¿Y qué son esos números? Pues esos números se corresponden con la frecuencia y posición de tres púlsares, tal y como se perciben desde la Tierra.

¿Y qué es un púlsar? Pues un pulsar es una estrella de neutrones altamente magnetizada que rota sobre sí misma. Y resulta que su enorme masa las convierte en una especie de péndulos ultraprecisos, con lo que emiten en una frecuencia exacta, reconocible desde cualquier lugar. Su señal es tan intensa que pueden detectarse a millones de años-luz de distancia (nosotros los estamos observando ya en Andrómeda). A todos los efectos, constituyen los faros más precisos y notables del cosmos.

La primera cifra de cada grupo se corresponde con la frecuencia en que emiten estos púlsares, expresada en frecuencia de transición del hidrógeno (la característica más notable del átomo más común del universo). La segunda cifra es el ángulo en radianes, según se ve desde la Tierra en el tiempo presente. Mediante triangulación, es posible determinar sin mucha dificultad desde dónde se veían esos púlsares y cuándo. La respuesta es aquí, ahora; esos tres grupos de cifras son como agitar la mano a escala galáctica: "¡eo! ¡soy yo! ¡estoy aquí! ¡y existo ahora!".

Con sólo estos tres datos, cualquier civilización extraterrestre que conozca al menos una ciencia parecida a la nuestra puede ubicar con precisión nuestro lugar en el espaciotiempo desde cualquier lugar de este universo (al menos, mientras esos púlsares sigan existiendo). Esta fue una de las genialidades de Carl Sagan, para las placas de oro con un mensaje destinado a los extraterrestres que viajan a bordo de las sondas Pioneer de espacio profundo. Las catorce líneas en torno al Sol indican la posición no de tres, sino de catorce púlsares notables, evitando así la posibilidad de confusión y permitiendo su regresión durante largo tiempo.

Este es nuestro lugar en el cosmos, hasta donde somos y sabemos hoy en día; tu dirección y la mía en esa inacabable inmensidad que nos hace sentir tan, tan pequeñitos por la sencilla razón de que –efectivamente– somos por el momento así de pequeñitos. ¡Y algunos se creen grandes y hasta elegidos! ¿Te lo puedes creer? ¡Es de chiste!

Ahora que ya hemos aprendido algo de dónde estamos, pronto intentaremos desentrañar de dónde venimos. Y qué somos. Un poquito, por lo menos.


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domingo, 25 de abril de 2010

Baikonur, aquí nave interplanetaria Venera, establecida en Lucifer

–He aprendido a usar la palabra "imposible" con la mayor de las cautelas.
--Wernher von Braun


Es la estrella más visible del cielo nocturno. La única que suele verse en las ciudades, ciegas por la contaminación lumínica, hasta tal punto que quizás muchos niños urbanos del siglo piensen que en el cielo sólo hay, de verdad de verdad, una estrella.

Acostumbra a acompañar a la Luna en su viaje. Es la primera en aparecer cuando atardece, y la última en irse cuando amanece. Los romanos se pensaban que eran dos: la de la tarde, Hésperus; y la del alba, Lucifer: el portador de la luz.

Desde siempre, fue vinculada a las deidades femeninas del amor, el sexo y la fertilidad. Y quizá también por eso, al lado siniestro: a las fuerzas demoníacas y telúricas que susurran por debajo de lo que se ve. Y a las enfermedades venéreas. En la cultura judeocristiana posterior, Lucifer es el demonio. El Islam, en cambio, la adoptó muchas veces como parte de su enseña, junto a la media luna, tal y como se ven en el cielo.

Hace tiempo que sabemos que no es una verdadera estrella, sino un planeta: Venus, el segundo de nuestro sistema solar, cuya órbita pasa a 42 millones de kilómetros de la terrestre durante las conjunciones inferiores (y, en ocasiones, a sólo 38 millones). Pese a su color azul brillante y sereno, es un infierno de gases ardientes y plomo fundido... como quizá adivinaran los antiguos.

Y también el primer planeta en ser explorado por naves espaciales humanas; pero, en el helor de la Guerra Fría, esta hazaña fue prácticamente ignorada en Occidente.

Venus es nuestra compañera más próxima, más antigua y más fiel; y, quizá por ello, ciertamente inquietante. Hablemos de ella, de aquella vez en que viajamos hasta ella, y de cómo podríamos quedarnos algún tiempo allí. Pues Venus es, en estos momentos, el primer lugar que podríamos remotamente habitar. Aunque no lo parezca.

Venus, la hermana de la Tierra.

La gente de Ciencias Planetarias acostumbra a llamar a Venus "la hermana de la Tierra", porque es muy parecida: tiene 6.052 km de diámetro medio (la Tierra, 6.371), una gravedad ecuatorial media de 8,87 ms-2 (la Tierra, 9,78) y una composición química y geológica similar.

Su rotación, en cambio, es muy lenta: da una vuelta sobre sí misma (un día sidéreo) cada 243 días terrestres; el día solar aparente, en cambio, es de 116,75 días terrestres. Su año, es decir el tiempo que tarda en dar una vuelta alrededor del sol, asciende a 224 días terrestres. Se sospecha que Venus y Tierra pueden tener alguna clase de blocaje de marea como el que hace que siempre veamos la misma cara de la Luna: el intervalo medio entre puntos de máxima aproximación es de prácticamente cinco días solares venusianos exactos: 584 jornadas terrestres.

Venus sufrió hace mucho tiempo la "catástrofe del carbono": desprovista de medios para fijar el carbono en su superficie o en seres vivos, éste provocó un calentamiento global masivo. El CO2 representa del 90 al 95% de la composición de la atmósfera venusiana. Por ello, su temperatura media en superficie es de 462 ºC, suficiente para fundir el plomo. La densidad del carbono hace que la presión en superficie sea enorme: 90 atmósferas, como a 900 metros de profundidad bajo el mar. Un mar de plomo fundido, con vientos a más de 300 km/h.

Venus está barrida por violentas tormentas eléctricas, sin lluvia alguna. Su corteza es reciente (unos 500 millones de años), pero muy gruesa, y por eso se cree que no presenta tectónica de placas.

Venus carece de lunas en la actualidad, aunque quizá las tuviera en el pasado. Sólo un minúsculo asteroide le acompaña a guisa de satélite.

Los primeros pasos.

Aunque muchas gentes han estudiado a Venus, los científicos rusos siempre tuvieron un interés especial. Lomosonov, por ejemplo, fue el primero en observar que tenía alguna clase de atmósfera, ya en 1761. Este interés fue heredado por la Unión Soviética, y su programa espacial interplanetario se concentró en dirigirse a Venus en primer lugar. Los Estados Unidos, con posterioridad, apostarían por Marte.

El 12 de febrero de 1961, dos meses justos antes de lanzar a Gagarin, la sonda Venera-1 partió hacia "la hermana de la Tierra". Lamentablemente, sufrió una avería a dos millones de kilómetros de distancia, y se perdió. Igual destino padeció el Mariner-1 norteamericano, de 1962. El Mariner-2, en cambio, logró pasar cerca y tomar algunas mediciones, estableciendo que carece de campo magnético propio.

Entonces, los soviéticos se emplearon a fondo. Llamaron al Diseñador Jefe, y el Diseñador Jefe mandó; "esto sí, esto no, así se va a otro mundo, pequeños; aprended y maravilláos". Comenzaba el primer gran programa de exploración interplanetaria emprendido jamás por la especie humana: el programa Venera.

Venera.

El 16 de noviembre de 1965, a las 04:19Z, despegaba del Cosmódromo de Baikonur la sonda Venera-3. Se trataba del primer intento de la especie humana por alcanzar verdaderamente la superficie de otro planeta, con una colisión programada. Aunque sufriría un fallo de las comunicaciones durante su viaje de cuatro meses, lo logró: se estrelló en la zona de penumbra entre el día y la noche de Venus, el 1 de marzo de 1966.

Por primera vez, una máquina fabricada por la especie humana había llegado a otro mundo.

Animados por este éxito, el 12 de junio de 1967 lanzaron la Venera-4. Venera-4 era una nave ya mucho más sofisticada, cuya misión era penetrar en la atmósfera de Venus para obtener una amplia cantidad de datos científicos sobre la misma, y terminar tomando tierra en la superficie de manera controlada.

Esta vez no se produjeron fallos, y Venera-4 entró en la atmósfera de Venus el 18 de octubre de 1967. Frenó con retrocohetes, desplegó un paracaídas y lanzó un montón de equipos científicos: dos termómetros, un barómetro, un radioaltímetro, un medidor de densidad atmosférica, once analizadores espectroscópicos de gases, y dos radiotransmisores para enlazar con la Tierra.

El cuerpo principal de la nave, a su vez, llevaba un magnetómetro, varios detectores de rayos cósmicos, espectrómetros Lyman de fase alfa y detectores de viento solar. Todos estos equipos transmitieron sus datos hasta que Venera-4 llegó a unos 25 km de altitud. Se cree que la nave se posó suavemente sobre la superficie unos minutos después, aunque ya destruída.

Las Veneras 5 y 6 repitieron el éxito de la Venera 4, con mayores y mejores instrumentos. Sin embargo, la extraordinaria presión destruía los equipos mucho antes de alcanzar la superficie. La última medición de Venera-4, a 25 kilómetros de altitud, fue de 18 atmósferas: la misma que hay a 180 metros bajo el agua. Venera-5 y -6 reforzaron esta idea a principios de 1969: se estimó que la presión en superficie debía estar entre 75 y 100 atmósferas.

La misma que hay a 1.000 metros de profundidad. Había que crear una especie de submarino o batiscafo interplanetario para llegar con bien a la superficie. Un enorme desafío para la época, e incluso hoy en día.

Y construyeron la Venera-7. Venera-7 era una sonda interplanetaria con una cápsula de aterrizaje de 500 kg llena de instrumental científico y equipos de refrigeración. Se lanzó desde Baikonur con un cohete Molniya modificado el 17 de agosto de 1970, apenas once meses después del histórico vuelo norteamericano tripulado a la Luna. Su misión era convertirse en la primera nave capaz de llegar con bien a la superficie de otro mundo, uno donde la presión y el calor son capaces de destruir cualquier cosa en pocos segundos, con vientos peores que los del peor huracán terrestre. Y contarnos lo que veían sus ojos desde allí.

Baikonur, aquí Venera-7, desde el lucero del alba.

Era la madrugada del 15 de diciembre de 1970 en Greenwich de Tierra cuando el submarino interplanetario Venera-7 penetró en la violenta atmósfera de Venus, Hésperus, Lucifer. Sus paracaídas y retrocohetes se dispararon, y comenzó a transmitir datos como sus antecesoras hundiéndose desde el helor cósmico hacia las nubes inmensas de carbono y ácido sulfúrico, entre los gigantescos relámpagos, hacia el abismo tenebroso y abrasador.

Conforme se aproximaba a la barrera de los 15 kilómetros de altitud, el nerviosismo se apoderó de sus controladores en Baikonur y Moscú. Esperaban que colapsara en cualquier momento debido a la presión, que ardiera por cualquier minúsculo defecto de aislamiento, o que alguno de esos vientos de 300 km/h se la llevase sin más.

Pero Venera-7 se hundió y se hundió y se hundió en la atmósfera de Venus sin dejar de transmitir. Y a las 05:34 y diez segundos en Greenwich de Tierra, se posó con dureza sobre la superficie árida, ácida y ardiente barrida por vientos alienígenas. Se encontraba 5º bajo el ecuador, al sur de la Planicie de Ginebra, cerca de Safo de Venus (5º S, 351º E). Estableció que la temperatura era de 475ºC, y la presión, de 90 atmósferas: como a 920 metros de profundidad en un mar de plomo fundido.

Transmitió durante 35 minutos, y luego durante 23 más con una señal débil. Después, murió.


Su misión estaba cumplida con creces. Se había logrado el primer aterrizaje con bien de una nave interplanetaria en otro mundo, obteniendo en el proceso valiosísimos datos científicos. Venera-8 repetiría la hazaña diecinueve meses después, ya en mejores condiciones: 50 minutos enteros emitiendo desde la superficie con instrumentos mucho más sofisticados, en julio de 1972. Bajo sus pies, en un lugar llamado Navka al noroeste de Alpha Regio (10º S, 335º E), detectó suelo granítico de tipo continental. Sus fotómetros determinaron que la luz era rojiza pero suficiente para enviar cámaras: parecida a la de un atardecer terrestre.

Naves interplanetarias a tutiplén.

Los cosmonáuticos soviéticos habían mordido en firme, y no iban a soltar el bocado. Puede que los norteamericanos les hubieran ganado una mano con el viaje tripulado a la Luna, y ahora se estuvieran animando con los preparativos para un par de naves a Marte, el de atmósfera tan tenue que no puede contener el agua superficial. Pero el vuelo interplanetario era tan suyo como las estaciones espaciales, y el infernal Venus, su coto de caza particular.

El 8 y 14 de junio de 1975, dos cohetes Protón de impulsores múltiples despegaron desde la posición 81 de Baikonur. A bordo viajaban sendas naves interplanetarias automáticas de casi cinco toneladas cada una, llamadas Venera-9 y -10. Estaban compuesta de dos partes: un orbitador y un aterrizador pesado. De nuevo, su destino se hallaba a cuarenta y dos millones de kilómetros: Venus.

Ciento tres días después, poco después de separarse del orbitador, Venera-9 entraba en órbita alrededor del lucero del alba; así, se convirtió en nuestro primer satélite artificial de otro mundo. Hechas las comprobaciones pertinentes, el 22 de octubre se cursaba desde el Centro de Control de Moscú la orden para iniciar el descenso. El aterrizador fuertemente acorazado y refrigerado, de 2.015 kg, comenzó a caer hacia las densas nubes ácidas, manteniendo en todo momento contacto con el orbitador; éste retransmitía sus datos en dirección a la Tierra, superando así las inciertas comunicaciones de misiones anteriores.

El aterrizador, provisto con veintiséis sofisticados instrumentos científicos y dos cámaras (en luz visible y ultravioleta), aplicó sus paracaídas y retrocohetes para moderar la caída. Durante el descenso, midió inmensas nubes de cuarenta kilómetros de grosor, determinando que estaban compuestas por dióxido de carbono, ácido sulfúrico, ácido fluorhídrico y clorhídrico, bromo y yodo. Tras superarlas, a treinta kilómetros de altitud, prosiguió la caída hacia la superficie infernal. Eran las 08:13 en Moscú de Tierra cuando el aterrizador disparó un airbag y un colchón de gas para amortiguar el golpe, posándose suavemente cerca del Monte Rea (32º N, 291º E). Entonces, los ojos electrónicos de Venera-9 se abrieron y transmitieron a la humanidad las primeras imágenes de otro mundo: una ladera de rocas planas y duras, presentando pocos signos de erosión, con muy poca arena.



Mientras tanto, una sonda analizaba el suelo a toda velocidad, emitiendo también sus resultados en tiempo real a través del orbitador. Sólo disponían de 53 minutos antes de que el orbitador quedara fuera de posición y ya no pudieran retransmitir los datos. Estaban a 485 ºC y 90 atmósferas. Pudieron registrar una panorámica de 174º de ángulo y determinar la composición de la materia a sus pies (¡hablamos de 1975!). Después, el orbitador marchó y Venera-9 se apagó. Los escudos soviéticos que transportaba quedaron brillando al tenue sol anaranjado, un sol extraterrestre.

Facsímil de uno de los escudos de la Venera-11; todas ellas, lógicamente, llevaban emblemas soviéticos a bordo en metales resistentes a la corrosión, que siguen y seguirán allí por mucho tiempo.

Su gemela Venera-10 repetiría la operación apenas tres días después, a 2.200 km. de allí, en Beta Regio, al sudeste del Monte Tea (16º N, 291º E). Venera-9 había quedado sobre una superficie ladeada unos 30º, por lo que el alcance de sus cámaras estuvo limitado a pocos metros, pero Venera-10 se hallaba sobre una roca plana con puntos negros. A su alrededor, un inmenso desierto alienígena. Bajo sus pies, a 462 ºC y 92 atmósferas, basalto. Pudo transmitir datos a su orbitador durante 65 minutos antes de morir. Los orbitadores siguieron analizando las capas exteriores de la atmósfera desde el espacio, durante varias semanas.

Primeras imágenes de otro planeta, Venus, obtenidas por las naves Venera-9 (BEHEPA-9) y Venera-10 (BEHEPA-10).

En agosto de 1978, la Pioneer Venus norteamericana llegó también a la órbita de Venus, lanzando cuatro sondas atmosféricas. Sólo una de ellas sobrevivió hasta alcanzar la superficie, transmitiendo datos químicos durante una hora. Estas eran sondas muy pequeñitas, con sólo un instrumento, por lo que la información no resultó muy valiosa. En cambio, el orbitador  –provisto con un radar y otros instrumentos– obtuvo buenos datos de la atmósfera exterior y levantó un mapa preliminar de Venus a baja resolución.

Un mes después, otro nuevo par de naves interplanetarias soviéticas  –Venera-11 y -12– lo intentaron con instrumentos aún más sofisticados, establecidas a lo largo de la Depresión de Devana (Devana Chasma, 14º S 299º E y 7º S 294º E). Debido a diversos problemas durante el descenso que inutilizaron algunos instrumentos, sólo pudo considerarse esta misión como un éxito parcial. Para arreglarlo, en 1982, Venera-13 y -14 llegaban con completos laboratorios geológicos y atmosféricos, además de cámaras más avanzadas, e incluso globos sonda para realizar mediciones meteorológicas complejas. Estas eran ya naves muy modernas, más pequeñas debido a los progresos en la miniaturización, pero enormemente más complejas y sofisticadas.

Venera-13 aterrizó majestuosamente al este de la Región de Febe (7,5º S, 303 º E) el 1 de marzo de 1982. Sus cámaras empezaron a obtener rápidamente imágenes a color, mientras los globos meteorológicos salían lanzados al cielo anaranjado y las perforadoras obtenían muestras a toda velocidad para los espectrómetros de rayos gamma y X y los cromatógrafos de gases. Los seismómetros tomaban datos sobre posibles terremotos y volcanes, los nefelómetros y densímetros estudiaban la atmósfera, los reactivos químicos analizaban todas las muestras en el laboratorio automático miniaturizado. A lo largo de 127 minutos (una hora y media más de lo esperado), Venera-13 realizó para la humanidad el estudio más profundo de la historia sobre un mundo distinto al nuestro, de incalculable valor para las ciencias planetarias comparadas, y nos enseñó qué es lo que nos espera si algún día decidiéramos ir allá.


La temperatura exterior era de 457 ºC; la presión, 84 atmósferas terrestres. La zona estaba compuesta por afloramientos de roca madre rodeada de tierra oscura, de grano fino. El espectrómetro de fluorescencia por rayos X ubicó la composición del suelo en la categoría de gabroides melanocratas débilmente alcalinos.Las imágenes en color fueron espectaculares. Y muchas más cosas.


Venera-14 aterrizó cuatro días después, a 950 km de allí (13,25 S, 310 E). Por pura mala pata, al desprenderse la protección de una de las cámaras fue a parar justo debajo de una de las taladradoras de subsuelo, impidiendo la perforación. Así, la capacidad de análisis de la nave quedó reducida, pero no eliminada. En este caso, se pudo determinar que el suelo estaba compuesto por basalto toleitico similar al que se puede hallar en la corteza oceánica terrestre. Operó a 465 ºC y 94 atmósferas terrestres durante 57 minutos (25 sobre las especificaciones de diseño) antes de apagarse. Los orbitadores de ambas, que habían estado retransmitiendo toda esta información a la Tierra, siguieron estudiando la atmósfera de Venus durante otras cuantas semanas más.


Aún no les pareció bastante. En 1983 despegaban Venera-15 y Venera-16. En esta ocasión no viajaban a la superficie, pues todo lo que podía estudiarse allí en esos momentos había sido cumplidamente satisfecho con -9, -10, -13 y -14. En vez de eso transportaban grandes radares Polyus de apertura sintética, así como espectrómetros infrarrojos, detectores de rayos cósmicos y sensores plasmáticos solares. El propósito era levantar mapas detallados de una cuarta parte de la superficie de Venus, menos detallados del 75% restante, y realizar un análisis profundo del viento solar circundante y otros condicionantes que pudieran afectar al vuelo espacial en las cercanías. Se establecieron en órbitas polares y trabajaron incansablemente durante los siguientes ocho meses, cumpliendo también su misión con éxito.

En 1985, las sondas de sistema solar Vega-1 y Vega-2 –basadas en el diseño de Venera-10– también lanzaron aterrizadores a Venus durante su viaje al cometa Halley, aprovechando que les pillaba de paso. El aterrizador de Vega-1 falló debido a una mala conexión durante el descenso (se activó demasiado pronto); aunque pudo posarse con bien, había quedado inutilizado. El de Vega-2, en cambio, tomó tierra con éxito en el extremo oriental de Terra Afrodita (8,5º S, 164,5º E), lanzó globos meteorológicos y transmitió datos durante 56 minutos a 463 ºC y 91 atmósferas. El suelo allí resultó ser de anortosita-troctolita.

En esos momentos, la Unión Soviética estaba concentrándose en su masivo programa de estaciones espaciales Salyut, que pronto daría lugar a la mítica Mir. Por ello, y porque no quedaba mucho para hacer en Venus por el momento, no hubo más Veneras. En 1991 la URSS desapareció, y su programa interplanetario también. Entre 1990 y 1994, la sonda norteamericana Magellan completó la cartografía de media resolución desde la órbita. Desde 2005, la Venus Express europea –lanzada desde Baikonur con un cohete ruso Soyuz Fregat– estudia también la atmósfera desde el espacio.

Y se acabó. Nadie ha vuelto a la superficie de Venus. Sólo las naves Venera y el aterrizador Vega-2 lograron superar el increíble desafío de enfrentarse a ese infierno, entre 1970 y 1982. Allí deben seguir, calcinadas y muertas, como un monumento alienígena a lo que es capaz de hacer esta especie nuestra cuando se lo propone en serio. Desintegrándose poco a poco, olvidadas, en el ardiente vientre de Lucifer al que una vez fueron capaces de violar.



Terraformación y colonización.


Venus y Marte son los primeros destinos obvios para la expansión interplanetaria de la especie humana, que algún día tendrá que ser. Mercurio está demasiado cerca del sol, fuera de la zona de habitabilidad sin remedio posible. Los gigantes gaseosos exteriores no sólo están también fuera de la zona de habitabilidad, sino que son demasiado grandes, carecen de superficie sólida accesible y además se hallan demasiado lejos. Sus lunas están a la misma distancia abismal, fuera de la zona de habitabilidad: no en vano se llaman las lunas heladas de Júpiter (y Saturno, y...). Sólo ir hasta allí es un viaje complejísimo, de muchos años; habitar algo de todo eso presenta unos desafíos sobrecogedores.

Marte parece más fácil. Incluso más fácil que Venus. Pero presenta varios problemas graves. El primero es que está también fuera de la zona de habitabilidad, aunque por poco. El segundo, y más importante, es que resulta demasiado pequeño: su diámetro es poco más que la mitad del de la Tierra. Como consecuencia, la gravedad marciana es baja (un tercio de la terrestre), incapaz de mantener una atmósfera digna de tal nombre. El agua líquida en superficie se evapora rápidamente y escapa al espacio exterior. Desde el punto de vista de la ocupación permanente, esta gravedad tan baja presenta serios problemas técnicos, médicos y reproductivos. Además, está más lejos que Venus: seis meses de viaje en vez de cuatro.

Venus, pues, debería ser la opción óptima si no fuera por esa atmósfera de pesadilla; un planeta tórrido por su mayor proximidad al Sol, pero perfectamente dentro de la zona de habitabilidad, provisto con  atmósfera estable, gravedad parecida, suelo sólido donde hacer minería y, en su caso, cultivar. Una especie de mundo eternamente tropical, listo para albergar toda clase de vida feraz. Vaya, es una candidata tan magnífica para convertirse en Tierra Dos, en nuestro segundo hogar, que esa catástrofe carbonífera de su atmósfera nos da muchísima rabia. Tanta rabia que algunas mentes –unas, enloquecidas; otras, privilegiadas– gruñen y mascullan por lo bajini una palabreja: terraformación.

Pero otros, más prácticos, hablan de ciudades flotantes y hábitats aerostáticos aprovechando la enorme densidad de su atmósfera. De manera notoria, el científico de la NASA y novelista de ciencia ficción dura Geoffrey Landis lleva años recordando a quien quiera escucharle que la colonización de un planeta no tiene por qué darse, y mucho menos empezarse, a nivel de superficie. En sus propias palabras, "el único problema con Venus es, simplemente, que la superficie está demasiado lejos del nivel atmosférico interesante; al nivel de las nubes altas, Venus es el planeta del paraíso." En efecto, no hay nada más parecido a la Tierra en todo el sistema solar, en todos los lugares conocidos por nuestros ojos e instrumentos en este momento, que la atmósfera de Venus a unos 50 km. de altitud. Y mucho menos, tan cerca.

Landis propone hábitats y ciudades flotantes, sobre el concepto de que el aire respirable (mezcla de oxígeno y nitrógeno al 21:79) es un gas aerostático en la densa atmósfera de Venus, con más del 60% de la capacidad de sustentación del helio en la Tierra, y más del 70% que la del hidrógeno. Un globo o dirigible lleno de aire respirable, en Venus, sería capaz de sostenerse a sí mismo y mucho peso adicional. Existe la posibilidad, además, de llenarlo en parte con hidrógeno o helio, para incrementar la sustentación. Este tipo de sustentación aerostática permite el establecimiento de grandes estructuras, con muchos cientos de metros e incluso kilómetros de tamaño, a un coste relativamente menor: un coste enorme pero pagable, ahora mismo o durante las próximas décadas. Como especie, tenemos esa clase de dinero y también la tecnología (o estamos a punto), a diferencia de lo que ocurre ahora mismo con cualquier otro planteamiento de colonización espacial.

A 50 km. de altitud sobre la superficie venusiana, las condiciones meteorológicas esenciales son muy parecidas a las terrestres: una atmósfera de presión y temperatura en el rango de 0 º a 50 ºC. Dado que no habría diferencia de presión significativa entre el interior y el exterior del globo lleno de aire respirable, daría tiempo de sobras a reparar cualquier rotura que pudiera producirse, dentro de ciertos límites. Adicionalmente, en esta ubicación los seres humanos no necesitarían trajes espaciales para moverse por el exterior: sólo una bombona de aire respirable y alguna protección contra la lluvia ácida.

Esta posición en lo alto de las nubes de Venus solventa otro problema. El día venusiano es demasiado largo, muchos meses terrestres; eso haría sufrir a los colonizadores temporadas de calor abrasador seguidas por otras de frío pavoroso, junto a las violentas tormentas huracanadas habituales en su superficie. Pero a 50 km. de altitud, las Venera descubrieron que existe la llamada súper-rotación atmosférica; actualmente, la Venus Express trata de determinar su naturaleza. Esta súper-rotación es una intensa corriente de viento estable a 95 ms-1 (342 km/h) que rodea el planeta una vez cada cuatro días. Por tanto, un aerostato situado sobre Venus y cabalgando esta corriente experimentaría un muy aceptable ciclo día/noche de cien horas aproximadamente.

Tanto Marte como Venus carecen de magnetosfera, lo que causa una radiación cósmica muy alta, peligrosa para los colonizadores. Pero si bien Marte no tiene ninguna otra protección natural debido a su tenue atmósfera, a 50 km. de altitud sobre Venus seguiría habiendo una densa atmósfera sobre las ciudades flotantes para hacer de escudo (parcialmente al menos) contra esta radiación cósmica.


Si bien construir un ascensor espacial sería impracticable debido a la lenta rotación del planeta (su órbita geoestacionaria está muy lejos), un gancho celeste asíncrono que se extendiera a la atmósfera superior y girase a la velocidad del viento es mucho más fácil de realizar que aquí (e incluso que un ascensor espacial terrestre). Después, la cercana superficie se podría explorar y explotar por medios robóticos, instalando los rudimentos de una industria local, y más adelante con establecimientos presurizados.

El desplazamiento entre la superficie y las ciudades flotantes es fácil y de bajo coste: en una atmósfera tan densa, casi cualquier clase de nave puede volar sin dificultades para recorrer largas distancias entre establecimientos superficiales y hábitats aerostáticos. Objetos pesados que en la Tierra no lograrían sustentarse de ninguna manera, en Venus vuelan con toda normalidad, facilitando enormemente el transporte. En cuanto al suministro energético, la energía solar es especialmente abundante a esos 50 km de altitud, con paneles solares dobles para captar tanto la que viene del sol como la reflejada desde abajo.

La existencia de estas colonias sería viable incluso con tecnología actual (bueno, casi) y en las condiciones presentes de Venus. Esto apunta a un enfoque dinámico de la colonización: en vez de gastarse una burrada inconcebible en realizar una terraformación completa desde el principio, podría ir planteándose poco a poco, ocupando progresivamente el planeta desde su atmósfera. La Hispaniola de Venus es, claramente, su atmósfera media. Ahí, a caballo entre el abismo y el cosmos, está la primera extraterra incognita que la humanidad puede permitirse explorar. El reto principal consiste en encontrar un material protector resistente al ácido sulfúrico ambiental durante largo tiempo; ciertos tipos de polietileno y polipropileno lo permiten ya en la actualidad, aunque habría que mejorarlo.

Si las nanotecnologías del carbono son tan prometedoras como parecen, se podrían usar nanotubos o grafenos como material estructural para la estación aerostática (e incluso a-CO2 con sílice común, si puede ser templado en condiciones estándar). Esto simplificaría enormemente la construcción y reduciría su coste por muchos órdenes de magnitud, aprovechando el propio carbono presente en la atmósfera de Venus.

Así establecidos ya en el planeta, las posibilidades de terraformación progresiva y económica aumentan. Y hablando de economía: más allá de los motivos científicos, filosóficos y de seguridad (es muy peligroso tener a toda la humanidad en un solo planeta en caso de cualquier evento de extinción)... ¿todo esto tiene algún sentido económico, o es un pozo sin fondo de dinero a escala planetaria?

En este momento, se han planteado ya dos propuestas para obtener algún beneficio más o menos próximo de esta colonización. La primera es que, intrínsecamente, Venus –un planeta rocoso como la Tierra– contiene inmensos recursos mineros que se pueden explotar sin dañar al ecosistema, porque no hay ningún ecosistema que dañar: hasta que la terraformación no esté avanzada, está todo abismalmente muerto. La segunda es que, aunque parezca contraintuitivo, Venus es el mejor punto de partida posible para dirigirse a por las riquezas mineras del cinturón de asteroides. Como se ve en el gráfico de la derecha, es más rápido y menos costoso llegar al cinturón de asteroides cuanto más cerca estamos del Sol; y Venus está 42 millones de kilómetros más cerca del Sol que la Tierra. El principal problema para una explotación económica y normalizada de estos recursos es, en estos momentos, el alto coste del transporte espacial en sí. Pero lo cierto es que se ha ido abaratando constantemente durante las últimas décadas, que la industralización del espacio reduciría el coste muchísimo más, y que con ella comenzarían a actuar economías de escala capaces de llevarlo a cifras ciertamente más atractivas que las presentes.

Evidentemente, en el estado actual de la humanidad no se puede plantear una explotación económica de estos recursos. Nuestro desarrollo socioeconómico presente exige, primero, esta industrialización del espacio. Esto puede sonar a ciencia-ficción, hasta el momento en que recordamos que, hace apenas doscientos años, nos hallábamos exactamente en la misma posición con respecto a la mayor parte de nuestro propio planeta. El planteamiento OPSEK de astillero espacial (ver presentación) podría ser el primer paso en este sentido.

Si la humanidad sigue desarrollándose en la escala de Kardashev como hasta ahora –esto es, si no nos quedamos anquilosados y estancados en una especie de Edad Media postindustrial– la Tierra se nos va a quedar pequeña muy deprisa (en cierta medida, ya lo hace). En cuanto nos planteemos hacer cosas verdaderamente grandes, necesitaremos sistemáticamente recursos a escala planetaria (en realidad, los estamos necesitando ya, y ese es el origen de muchos de los problemas de la humanidad actual). Es muy difícil vislumbrar en este momento de qué manera se dará ese proceso, inmersos como estamos en el esquema mental de nuestro propio tiempo; pero se dará, o seremos una especie fallida y estancada para siempre. Y arruinada, por cierto.

Y en aquel tiempo, cuando los hombres y mujeres futuros escriban la historia de cómo empezó todo, de cómo la humanidad pasó de ser míseros simios de aldehuela a una gran civilización cósmica, las viejas Venera ocuparán un lugar de honor: como la primera vez en que alguien se propuso contra todo pronóstico salir de esta aldea planetaria para ir a otros mundos, y fue.


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miércoles, 21 de abril de 2010

Del volcán islandés y la (no tanta) fragilidad humana.

El problema no es que seamos frágiles; el problema es que ser fuertes sale muy caro.

Por costumbre, los humanos seguimos empeñados en llamar tierra firme y cosas así a las inciertas balsas de roca tibia sobre las que vivimos, bamboleándonos a la deriva sobre un inmenso mar de magma ardiente. Definitivamente, aún no nos hemos hecho a la idea de que la biosfera terrestre –el lugar donde alienta casi todo lo que somos, casi todo lo que amamos– es una estrechísima capa de moho raro y gases tenues sobre otra capa igualmente estrecha de piedra, alrededor de una esfera de lava ígnea en un rincón cualquiera del cosmos. Existimos en una delgada, casi imperceptible lámina de realidad atrapada para siempre entre el fuego abrasador y el helor infinito.

Quizá por ello, nos alarmamos cuando estos pecios a la deriva topan y rascan y rasgan y pliegan entre sí, generando toda clase de fenómenos sísmicos y volcánicos. Bueno, por eso y porque nos puede matar, claro. Lo que llamamos vulcanismo –por el viejo dios Vulcano de los romanos, el herrero– es sin duda la manifestación más espectacular y temible de esta sencilla realidad. Es la vulcanología, una rama de la geología, quien estudia las muchas maneras en que este magma candente bajo nuestros pies llega hasta la superficie infiltrándose por las costuras de nuestros precarios navíos pétreos o simplemente estallando a través de la cubierta. Continentes enteros se han formado –y han desaparecido– así a lo largo de todas las eras terrestres. Este es un planeta vivo, está caliente y se mueve.

Algunas zonas, generalmente a lo largo de las líneas de contacto entre estas gabarras terrosas que creemos sólidas como la roca, son de suyo proclives a ceder el paso a este magma infernal hacia la superficie. Estas líneas se conocen como cinturones de fuego, por razones obvias. A lo largo de estos cinturones de fuego la actividad volcánica y sísmica es constante, e intensa. El más conocido es el del Pacífico, una interminable sima ardiente alrededor del más grande de nuestros océanos, entre las embarcaciones llamadas América y Eurasia.

Islandia se halla exactamente a caballo entre dos de estas brechas abismales: en la dorsal mesoatlántica. De hecho, toda Islandia es un gigantesco volcán, que se ha ido elevando a fuerza de acumular lava durante los últimos veinte millones de años. La autoría específica se debe a la denominada pluma islandesa, o punto caliente islandés. Estos son lugares específicos donde la actividad es extremadamente elevada, y tiende a permanecer estable en el tiempo aunque las capas superficiales de corteza se muevan. Esto da lugar a veces a curiosas trazas de volcanes que van emergiendo a lo largo de una línea aparente, aunque en realidad la pluma se ha mantenido estable y es la placa tectónica la que ha ido moviéndose sobre ella.

La erupción volcánica más gigantesca de la historia de la Tierra –al menos desde que la Tierra terminó de estabilizarse (más o menos) tras su formación– fueron las Escaleras Siberianas, que bulleron desde gran profundidad hace unos 250 millones de años, aportando a Eurasia una masa equivalente a la de toda Europa Occidental. Constituyen el origen de la inmensa riqueza mineral rusa del presente, y se las considera responsables del Gran Morir: la extinción supermasiva del Pérmico-Triásico, que acabó con el 90% de las especies vivas. Les siguen de cerca las Escaleras Decanas, en la India, hace unos 65 millones de años; no son pocos quienes opinan que le echaron también una manita importante al meteorito que acabó con los dinosaurios no aéreos por esas mismas fechas, durante la extinción masiva del Cretácico-Terciario.

Extensión de las Escaleras Siberianas. Sí, todo eso fue un solo volcán una vez.

Pero estas escaleras fluyeron lentamente a lo largo de mucho tiempo, lo que no se corresponde muy bien con nuestra idea infantil de un volcán de verdad: la montañita cónica que explota un buen día, según la dibujaría un niño. Entre las erupciones explosivas más importantes de la historia terrestre se encuentran la caldera de La Garita, actualmente en el estado norteamericano de Colorado, que sufrió varias explosiones consecutivas a lo largo de un par de millones de años con una potencia explosiva total equivalente a cien mil veces la bomba Zar –el arma termonuclear más potente fabricada por la especie humana jamás–. Esto sucedió hace aproximadamente 27 millones de años. No fue tampoco pequeña Toba, hace unos 70.000 años –cuando ya andábamos por aquí–, a la que se supone causante directa de aquella vez en que no fuimos muchos más de mil.

En tiempos históricos tenemos Thera, que hirió de muerte a la civilización minoica y muchos creen en el origen de las leyendas sobre la Atlántida.  Y por supuesto el Tambora, en 1815, causante de la mayor hambruna del siglo XIX durante el año sin verano a través de un invierno volcánico muy similar a un pequeño invierno nuclear, pero sin radiación. La famosa erupción del Vesubio que enterró las ciudades romanas de Pompeya y Herculano en el año 79 dC es sólo una más de los millares de volcanes que vienen explotando constantemente y seguirán haciéndolo durante miles de millones de años. Comparándolo con todos estos, la reciente erupción del Eyjafjallajökull islandés que está provocando tantos problemas no es más que un suceso menor.

El Eyjafjallajökull.

Vamos, no es tan difícil de pronunciar: éyzfasleiguk, o algo así (sí, he estado un cuarto de hora hasta que lo he conseguido, ¿qué pasa?). Se trata de un estratovolcán justo encima de la pluma islandesa mencionada más arriba, que ha estallado un montón de veces; la última, en 1821. Aquella vez mató a un montón de ganado local por envenenamiento con flúor.

Ya en diciembre del año pasado, los geólogos comprendían que el éyzfasleiguk estaba por la labor de armarla otra vez. Nadie le dio mucha importancia: en Islandia, uno u otro volcán está constantemente reventando, a punto de reventar o recién reventado. El caso es que desde 2006 a 2009 se habían detectado unos 250 terremotos entre 8 y 12 km de profundidad (menos que el de Haití, conspis), y en febrero los monitores GPS dispuestos en el área observaron desplazamiento de tierra de tres centímetros en dirección sur, con un rápido corrimiento de un centímetro en un solo día: indicadores claros de que grandes cantidades de magma estaban fluyendo por el subsuelo.

Aquello es una zona despoblada e inhóspita, y nadie vio la primera erupción. Se cree que se produjo el 20 de marzo, entre las 10:30 y las 11:30 UTC. Las autoridades evacuaron a unas 500 familias de granjeros situadas en las proximidades, sobre todo por el riesgo de inundaciones instantáneas (aquello son glaciares), y cerraron los aeropuertos de Reikyavik y Keflavik; los reabrirían poco después. Con lo tocada que está la economía islandesa a consecuencia de la crisis financiera global, los emprendedores locales rápidamente pusieron en marcha una campaña de turismo volcánico, con visitas guiadas, webcams (cam1, cam2, cam3) y toda la pesca.

Se estimó que la fisura tiene unos 500 metros de longitud, con 10 o 12 cráteres en erupción, que emiten lava basáltica bastante densa a unos 1.000 ºC. Esta viscosidad hace que la lava avance lentamente, en dirección noreste. El 31 de marzo se abría una segunda fisura, 200 metros al norte. Los geofísicos afirman que ambas fisuras comparten la misma cámara magmática; es decir, que se trata de un único volcán. Y no es un volcán muy importante: tan solo uno más, cuyo interés difícilmente sobrepasa el ámbito de la geología y las ciencias planetarias. Durante los siguientes días, la erupción fue remitiendo hasta convertirse en un lento río de lava que fluía poquito a poco.

El 14 de abril se produjo una nueva erupción explosiva del éyzfasleiguk, en el centro del glaciar; cosa frecuente en esta clase de volcanes, y de hecho esperada. Las autoridades evacuaron esta vez a 800 habitantes locales, y de nuevo no parecía que pasase nada digno de recordar. Sin embargo, esta segunda erupción reventó debajo del hielo glaciar, en vez de al aire libre como la primera. Y fue más potente: unas veinte veces más.

El glaciar empezó a fundirse por el enorme calor, el agua cayó a chorros dentro del volcán y se puso a enfriar rápidamente la lava y, muy especialmente, la ceniza. Este enfriamiento rápido produce un fenómeno de cristalización de la ceniza caliente, que a continuación es propulsada a la alta atmósfera por la propia erupción. Entonces fue cuando las alertas empezaron a dispararse, y el mundo entero empezó a mirar hacia este olvidado volcán.

El volcán, las NATs y la economía global.

Pues se da la circunstancia de que esta ceniza cristalizada es muy peligrosa para la aviación. Se trata de un polvo abrasivo, finísimo y muy ligero, que se cuela por todos los rincones y destroza rápidamente por limado los mecanismos en marcha; de manera notable, las complejas etapas de admisión y compresión de los motores a reacción girando a miles de revoluciones por minuto.

Cuando la toma de aire de un reactor absorbe cantidades significativas de esta ceniza abrasiva, se filtra por todos los mecanismos y se deposita en las turbinas y compresores. Entonces éstos se convierten en una especie de torno de fresado que se fresa a sí mismo rotando a gran velocidad, deteriorando rápidamente los sofisticados sistemas e incrementando la temperatura hasta el punto de ignición y fundido.Además, obtura las intrincadas redes de inyectores para la cámara de combustión, y contamina la reacción. Y adicionalmente, el grano este tiende a fundirse y recristalizarse en torno a los mecanismos, bloqueándolos y gripándolos. En pocos minutos, el motor está destrozado por completo y, seguramente, en llamas. Otros muchos sistemas del avión dependientes del aire exterior resultan afectados también. En suma: el vuelo por dentro de una nube de esta ceniza abrasiva constituye un riesgo cierto, y muy notorio, de perder los motores, perder los generadores eléctricos, perder la sensorización barométrica y acabar hechos pedazos en medio del mar.

Se da la circunstancia de que Islandia está justo en medio del Océano Atlántico, a mitad camino entre Europa y Norteamérica. Los vientos dominantes a esta latitud son los del oeste, que empujan la ceniza hacia Europa. Pero por esta zona los vientos también rotan en célula de Hadley, en el sentido de las agujas del reloj, para convertirse en los alisios ecuatoriales: los vientos que hincharon las velas de los exploradores y comerciantes desde tiempo inmemorial. A efectos prácticos, la ceniza abrasiva del éyzfasleiguk se extiende como una mancha de aceite hacia oriente y hacia el sur, desde ras del suelo hasta la alta estratosfera.



Hace mucho que viajeros y mercaderes ya no atraviesan los mares empujados viento en popa por sus velas. Pero sus descendientes, los grandes jetliners que surcan orgullosamente esos mismos cielos propulsados con poderosos motores a reacción, son tan dependientes del aire en esas regiones como lo fueron Cristóbal Colón, Vasco de Gama o la Flota de las Indias. Más todavía: a estos marinos les habría dado igual si el viento soplaba un poco sucio y les manchaba las velas, pero a los navegantes del cielo no les da igual si sus reactores se transforman en un amasijo destrozado e incendiado de metal pulido.

Hablamos de la ruta comercial más densa e importante del mundo: la que une Europa y Norteamérica. Al sur de Islandia se extienden las aerorrutas intercontinentales NAT por donde circulan día y noche cientos y miles de aviones con millones de pasajeros y cientos de miles de millones de euros en valiosísimas mercancías. Hacia oriente, Europa: la muy rica, muy avanzada, muy superpoblada Europa, dependiente de una densísima trama de tráfico aéreo para su prosperidad y normal funcionamiento. Y los aviones no deben, no pueden volar por ese aire tenue impregnado con la ceniza abrasiva del Eyjafjallajökull.



Por supuesto, hay soluciones: buscar rutas alternativas menos contaminadas, trabajar a altitudes más limpias, optar por otros medios de transporte o simplemente esperar a que pase lo peor. El problema es que todas estas soluciones son carísimas, antieconómicas e imprácticas. Todo el sistema de comercio aéreo global está concebido para ser rentable sobre unas rutas determinadas con unas características determinadas; y esa concepción lo determina todo, desde las decisiones de compra de este u otro tipo de avión, hasta el precio del combustible aeronáutico o el modelo de negocio de los transportistas, sus proveedores y sus clientes: todos nosotros, en último término. La erupción del Eyjafjallajökull es, sobre todo, un desastre económico en unos tiempos en que no estamos para muchas tonterías con el dinero.

Leo ahora mismo que el Eyjafjallajökull ha proyectado una nueva nube abrasiva que avanza en dirección sur, otra vez a través de las pistas NAT. No se puede saber cuándo remitirá el fenómeno: puede costarle días o años. Parece razonable suponer que el agua del glaciar que se encuentra en posición de cristalizar la ceniza se agotará más pronto que tarde, y entonces pasaremos a tener nubes de ceniza volcánica común que siguen siendo molestas y peligrosas, pero no tanto ni a tanta distancia. Por otra parte, en cualquier momento podría producirse una nueva erupción en zona glaciar que ponga el fenómeno en marcha otra vez, con mayor intensidad.

El Eyjafjallajökull está activo, está en erupción y no se va a parar porque al moho que camina sobre dos patas le parezca bien. En realidad, no existe nada a escala humana que pueda parar un volcán de cierto calibre. Tampoco es obvia la manera de proteger a los aviones para que puedan volar a través de esta ceniza, y mucho menos la manera de implementarlo en miles de aeronaves si se encontrara algún arreglo (sin duda, igualmente costoso). Erupciones anteriores del Eyjafjallajökull han durado en torno a dos años, aunque la actividad principal se daba en fases de pocos días, por si sirve como un intento de predicción sobre lo que va a ocurrir a partir de ahora. Por otra parte, si dura tanto es posible que provoque un cierto efecto de enfriamiento planetario por invierno volcánico, lo que no nos vendría nada mal frente al calentamiento global; el que no se consuela, es porque no quiere.

Se dice que esta es la semana en que Europa retrocedió noventa años, antes de que hubiera aviación comercial, y en cierta medida es verdad. Por un lado estamos inconcebiblemente mejor equipados para enfrentarnos a esta situación (pagando mucho dinero), pero por otro ya nos habíamos desadaptado a un mundo en que el tráfico aéreo no estaba garantizado y normalizado. Desde hace más de medio siglo, nuestra economía y nuestro modo de vida depende de la existencia de rutas aéreas económicas y seguras mucho más de lo que imaginamos. Si la erupción se extiende en el tiempo, nos va a costar readaptarnos. Nos va a costar mucho dinero, quiero decir. A todos.

El ser humano no es tan frágil. Sobrevivimos al Tambora, y a Toba, y a Thera, y con el Eyjafjallajökull ni siquiera nos vamos a sentir en peligro en ningún momento. Lo que es frágil es nuestra dependencia de las infraestructuras enormemente sofisticadas que mantienen nuestra prosperidad y nuestro modo de vida, de las que casi nunca somos conscientes. No hace mucho conté en este blog cómo una guerra moderna podría causar decenas de millones de muertos y miseria incontable para miles de millones más sin necesidad de arrojar una sola bomba sobre la gente, por el sencillo procedimiento de cortarnos la luz. Esto no se parece ni de lejos a eso, pero a menos que el viejo dios Vulcano sea misericordioso, terminará ocasionando más empobrecimiento y desempleo del que estamos padeciendo ya. Como les ocurrió a los antiguos, la mayor parte de la gente ni siquiera será consciente de la causa y sólo lo percibirán a través de sus experiencias personales; aunque si el Eyjafjallajökull no cesa, o cuando ocurra cualquier otro en el futuro, será tan real como la depresión económica que azotó a las comarcas alrededor del Vesubio desde tiempos romanos hasta casi nuestros días. Esto... ¿queda algún templo de Vulcano por ahí donde ir a quemar algo de incienso, si me hace usté el favor? :-D

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domingo, 18 de abril de 2010

La crucifixión

¿Y por qué se muere en seis horas alguien clavado a una cruz?

Aquí el abajo firmante se educó aún en aquellos tiempos en que la clase de religión (católica, apostólica y romana, por supuesto) era tan consustancial a la enseñanza como la de matemáticas. Las recuerdo como unas clases extrañas, donde no parecía haber un temario claro o una línea argumental definida, sino que quedaban al albur y las preferencias de los curas –siempre eran curas– que impartían la asignatura. Que conste que, aunque no os lo creáis, las aprobaba siempre con sobre.

En aquella España aún un poquito convulsa, tuvimos de todo: desde curetas progres y enrollados que daban más bien ética, o protoeducación para la ciudadanía, hasta curones a la antigua usanza amenazando con los fuegos del infierno a todo aquel que no se supiera las preguntas del catecismo de carrerilla y repartiendo capones libérrimamente. Sobre todo hubo muchas personas normales con alzacuellos –la mayoría, como es de suponer–, alguna de las cuales sigue siendo amigo después de todos estos años (un saludo, Manolo). Y también algún que otro personaje extraño y un poquito inquetante, como aquél –cuyo nombre paso de recordar; de todas formas debe estar ya muerto o casi– al que le brillaban pelín demasiado los ojos cuando nos relataba con todo lujo de detalles sádicos las escalofriantes torturas sufridas por las vírgenes y mártires más jovencitas, como Santa Sofía y sus hijas (curiosa ética materna), Santa Eulalia de Barcelona o Mérida, Santa Fe de Agen o Santa Fausta; e incluso verdaderas niñas pequeñas al estilo de Santa Basilisa.

Sin embargo, hoy quiero acordarme de don Luis. Don Luis era un cura majo, muy carca pero majo, bajito e impetuoso; ignoro qué se habrá hecho de él. Había estado muchos años en misiones, y además de sacerdote era médico. Médico de cuerpos, quiero decir, con un título científico y tal, jesuita por lo menos (ignoro a qué orden pertenecía, pero me lo imagino jesuita por su teología racionalista). Don Luis nos obsequió en cierta ocasión con un preciso relato de la Pasión y Muerte de Cristo, abundando en detalles clínicos sobre las muchas maneras en que un crucificado está bien... fastidiado.

A mí, que he tenido de siempre este puntito científico que ya me conocéis, esta clase fue quizás la que más me impresionó de todas. Su relato –siguiendo el texto bíblico, eso sí, lo que ya de entrada no resulta muy científico– fue exacto y documentado desde el punto de vista médico hasta la saciedad. Llámame morboso o lo que te dé la gana, pero me encantó; diré en mi descargo que debía andar yo por la edad de las santitas mártires mencionadas arriba (aunque dudosamente vírgenes, después de pasar por las manos de los verdugos). Sin embargo, ya entonces el final me sonó raro. Esto es: la causa primaria de fallecimiento de Jesús el Nazareno en apenas seis horas, entre la hora tercia y la hora nona del mismo día si seguimos el Evangelio de Marcos.

Don Luis nos dio muy pulcramente la explicación científico-religiosa más popular en aquellos tiempos: que una persona crucificada sufre un enorme estrés respiratorio capaz de conducirle rápidamente a la muerte por asfixia. Pero a este pequeño cientista había algo que no le cuadraba. Después de todo este tiempo, sigue sin cuadrarme. Mucho menos que entonces.

La cuestión radicaba en que quizá don Luis y los demás adultos no se hubieran suspendido por los brazos desde muchos años atrás, y hubiesen olvidado ya qué se sentía. Pero nosotros lo hacíamos habitualmente, en plan machito a ver quién la tiene más larga y aguanta más. Yo no era de los que más aguantaban (aunque me reservo mi opinión sobre lo otro), pero aún así resistía varios minutos (bendita juventud). Algunos muchachotes duraban bastante más. Tanto ellos como yo adoptábamos una postura muy parecida a la de la crucifixión, colgándonos a peso (sin soporte en los pies) de cualquier palo horizontal disponible con los brazos en ángulos variables según testosteronas. Los brazos dolían una pasada, te pensabas que los hombros iban a reventar en cualquier momento, lo cual es bastante coherente con los relatos históricos sobre el dolor horrible causado por una crucifixión real... y sin embargo yo nunca sufrí estrés respiratorio de ninguna clase (más allá de la agitación por el cansancio), ni tampoco vi que lo sufrieran los demás. De hecho, una técnica de tortura medieval parecida pero físicamente aún mucho más traumática –la garrucha, utilizada hasta la actualidad– tampoco mataba a sus víctimas de manera directa inmediata, y desde luego no por asfixia: se usaba sobre todo en interrogatorios, durante largas horas o días, y nadie quiere que el interrogado se le quede pajarito a medias.

Años después, en gimnasios y lugares por el estilo, he visto hacer a otras personas cosas similares, e incluso aún más cañeras. Y me han contado que algunas gentes aficionadas al sadomasoquismo han realizado ocasionalmente crucifixiones simuladas (con correas y tal). En todos estos casos, ninguna persona resultó muerta y ni siquera lesionada de consideración (más allá de la típica contractura). Estudios más sistemáticos, por ejemplo del médico forense F. Zugibe, confirman que una persona colgada de los brazos abiertos en un ángulo de 60º o 70º no sufre estrés respiratorio severo. Aparentemente, un reo así crucificado puede llegar a pasarlas muy canutas en cuanto a molestias y dolores, pero no hay absolutamente nada que lo mate de forma directa.

Lo cual, claro, nos conduce a otra pregunta más peliaguda: ¿es cierto, o al menos exacto, el relato de la crucifixión? Si la descripción evangélica es correcta, ¿por qué un hombre aparentemente joven y sano se murió tan deprisa? Para empezar, ¿por qué se morían los crucificados?

La crucifixión.

La crucifixión, una variante del empalamiento, es una técnica de tortura y ejecución muy antigua. Ha sido utilizada por numerosos pueblos: persas, cartagineses, griegos, macedonios, romanos, japoneses (a la derecha, en el Japón de los Meiji) y puede que hasta los egipcios. Y desde siempre, por encima de ninguna otra cosa, fue un castigo de humillación pública. Lo que se pretende sobre todo con una crucifixión es exponer al reo de una forma muy dolorosa y degradante a la vista de todo el mundo, similar al cepo o la jaula (y frecuentemente sin el piadoso taparrabos de la iconografía habitual). Se consideraba tan degradante que, en Roma, por norma estaba prohibido aplicarlo a ciudadanos libres: era una muerte para esclavos y bárbaros.

En principio, la causa primaria de muerte para una persona así expuesta debería ser la sed. La cuestión es que una persona previamente sana tarda entre dos y seis días en morirse por deshidratación, no seis horas. Y además, los verdugos acostumbraban a dar agua u otros líquidos a los crucificados para prolongar su sufrimiento.

Sin embargo, la crucifixión rara vez se aplicaba en seco. Iba acompañada de toda clase de perrerías antes y después. Como mínimo, la costumbre romana incluía una flagelación previa con un látigo bastante horrible llamado flagrum, y a veces con el escorpión. Estos eran unos azotes de varias colas aderezados con bolas, dados u otros objetos contundentes y cortantes en metal o hueso; y el escorpión, además, iba provisto de unos ganchos al final. El resultado era, literalmente, sacar la piel a tiras a la víctima. Esto empieza a parecerse a la clase de cosa que puede matar a alguien, aunque tampoco de manera inmediata a menos que se ensañen de mala manera. Según el relato bíblico, el Nazareno sufrió una de estas flagelaciones; sin embargo, después fue capaz de caminar una respetable distancia por sus propios medios, cargando el patibulum –el pesado palo horizontal de la cruz– durante al menos parte del recorrido. Una persona rigurosamente tratada con un flagrum y no digamos con un escorpión difícilmente podría hacer tal cosa, al menos en unos cuantos días, si es que no le costaba la vida allí mismo; tuvo que ser, pues, un repaso moderado (según los criterios de un romano, claro, que no eran exactamente los actuales). Lo mismo cabe decir de la corona de pinchos, sin duda una trastada de marca mayor, pero cuyos efectos materiales son fundamentalmente cutáneos.

Esta combinación de faenas ha dado lugar a versiones más depuradas del análisis clínico-teológico que nos obsequió don Luis. Según estas, un crucificado moriría debido al efecto sinérgico de varias agresiones: una combinación de shock hipovolémico por hemorragias múltiples, sepsis debida a la infección, deshidratación, agotamiento y otros factores relacionados con los tormentos adicionales que sufriera.

Y sin embargo, seis horas siguen siendo muy poco tiempo. Especialmente, si recordamos que la crucifixión es un método de ejecución específicamente concebido para garantizar al usuario una experiencia vergonzante de prolongada agonía entre grandes dolores. Todas las fuentes de la Antigüedad (y del presente, que también ha habido unas cuantas atrocidades de estas) hablan de días, a menos que el reo fuera rematado de forma más o menos cruenta. Cuando Craso hizo crucificar a seis mil de los esclavos (y esclavas) sublevados de Espartaco a lo largo de la Vía Apia, la cosa duró semanas (y no es muy probable que estos esclavos rebeldes, que habían derrotado a varias legiones y amenazado Roma, fueran mejor tratados que el Cristo de aquella oscura ejecución provincial incómoda hasta para el procurador Pilatos, quien se lavó las manos).

El soporte para los pies.

Además, para hacer más largo el tema, los romanos solían proveer al ejecutado con un soporte para los pies clavado al palo vertical (stipes). Otras veces no eran tan considerados, y le clavaban o ataban los pies a ambos lados del stipes (e incluso detrás, pero más raramente delante como se presenta en la mayor parte de la iconografía). Cuando querían rematarlo, le rompían las piernas a porrazos, supuestamente para que no pudiera apoyarse más.

Esto ha reforzado la idea de que la causa primaria de la muerte por crucifixión era la asfixia. Pero, de nuevo, no hay nada que parezca indicar que una persona colgada por los brazos se ahogue rápidamente. Así que este soporte podría tomarse como una consideración, para permitir al condenado aliviarse un poco el dolor de los brazos y hombros apoyéndose en él. Y el hecho de romper las piernas para rematar al reo sería independiente: se trata, simplemente, de una brutal paliza en la parte del cuerpo más accesible a los que están debajo que precipita la muerte por embolismo graso y hemorragia interna (o externa, si causan fracturas abiertas, cosa que tampoco sería rara).

De hecho, muchas personas crucificadas sufrieron peores perrerías que las aplicadas al que los cristianos consideran su salvador. Es fácil comprender que esa postura indefensa favorece la aplicación posterior de numerosos tormentos o vejaciones adicionales, desde hierros al rojo o flagelaciones adicionales hasta la prostitución a bajo coste para beneficio de los guardianes. Los antiguos no eran gente que se cortara ni un pelo con esas cosas. A fin de cuentas, un crucificado (o crucificada) era un nadie, por debajo incluso de los esclavos, sin derecho o protección algunos. En realidad, la primera fase de la crucifixión no era la flagelación ni nada de todo eso, sino la condena en sí, que representaba la muerte civil instantánea: la persona quedaba totalmente deshumanizada a los ojos de todos, reducida a un trozo de madera más. Un trozo de madera especialmente odioso para la comunidad.

Supervivientes de la crucifixión.

Aparentemente, algunas personas sobrevivieron a la crucifixión por ser descolgadas a tiempo y tener la suerte –en aquellos tiempos– de no morir debido a las infecciones. Esto podía suceder si se revertía la condena, o si ésta consistía sólo en un buen repaso y humillación públicos. El historiador Flavio Josefo, por ejemplo, suplicó la misericordia del emperador Tito para tres amigos suyos que habían sido crucificados. Tito accedió y los descolgaron para curarlos: dos perecieron, el tercero sobrevivió. Es de suponer que entre idas y venidas y que el emperador tuviera un momento y accediese, se pasaron un buen rato en el palo.

Hay al menos un movimiento religioso, de corte más o menos sufí, que cree que Jesús sobrevivió a su ejecución y murió anciano en la India. Uno de sus argumentos es, efectivamente, el corto plazo entre la crucifixión y el fallecimiento según los evangelios. Se puede no estar de acuerdo, naturalmente, pero no es una idea absurda. Con frecuencia, una persona que muere lentamente cae incosciente o entra en coma mucho antes de perecer realmente, con lanzada o sin ella (hay por ahí numerosos casos de gente mal fusilada que se despertó entre los muertos y caminó hasta lugar seguro, algunos con un buen número de agujeros). Los métodos para verificar la muerte en tiempos de los romanos no eran exactamente lo más.

En la opinión de este grupo, Jesús simplemente habría quedado en un estado comatoso más o menos profundo; descolgado demasiado pronto para estar verdaderamente muerto según la pauta de crucifixión habitual, volvió en sí después de meterlo en su tumba: una verdadera resurrección al tercer día. Hasta hace muy poco tiempo, no era raro que algunas personas fueran enterradas vivas por carecer de medios precisos para certificar la defunción; y de las tumbas judías se podía escapar.

La gente cristiana, por supuesto, suele rechazar esta idea sin ni siquiera evaluarla; pues el cristianismo, en el caso de que su fundador no muriera realmente en la cruz para salvar a sus seguidores, se queda muy chuchurrío. Yo lo entiendo, pero eso no nos impide hablar sobre ello. Otros quizá nos alegraríamos si este ser humano, de ser su historia parecida a como la cuentan, hubiera sobrevivido a semejante crueldad para vivir una larga vida.

La verdad es que todo lo que rodea la vida del fundador del cristianismo es confuso y está muy mal documentado más allá de los evangelios (que son, naturalmente, un documento parcial; no hay demérito alguno en ello, es simplemente que se trata de cristianos hablando sobre Cristo, y por tanto potencialmente parciales). La razón exacta de que un hombre joven y aparentemente sano pereciera en la cruz tras sólo seis horas se me sigue escapando, y no coincide con la mayoría de relatos históricos sobre otras crucifixiones; la única explicación que se me ocurre es que estuviera delicado de salud, y el estrés de la ejecución lo matara, por ejemplo a través de un ataque cardíaco. En todo caso, sea por morbo insano, trauma infantil o curiosidad científica, el viejo relato de don Luis sigue despertando mi interés. Si a alguien se le ocurre algo –sensato– o tiene alguna fuente –mínimamente racional–, soy todo ojos.

Recreación de muchachas crucificadas durante el genocidio armenio (1915-1917).
Instituto-Museo del Genocidio, Academia Nacional de Ciencias de la República de Armenia.

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